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Del zapping compulsivo al scroll infinito: 15 años de cambio mediático... hasta cierto punto

Más de 200 plataformas globales han seguido ya el modelo de Netflix

Què está pasando  A Netflix?
24/11/2025
4 min

BarcelonaAnalizar los tres últimos lustros desde la perspectiva de los consumos mediáticos es enfrentarse a un cambio de era aceleradísimo donde el panorama del 2010 nada tiene que ver con el del 2025. Y, sin embargo, aunque el paisaje está irreconocible, hay alguna corriente que se han mantenido, aunque sea con la muda de una nueva.

El cambio más evidente afecta a la televisión. Hace quince años, era el medio rey, el que tenía mayor penetración y acumulaba más horas de consumo, de manera transversal, en toda la población. Actualmente, en cambio, se trata de una ventana utilizada fundamentalmente por los mayores de 65 años. Por debajo de ese umbral, depender de una hora de emisión concreta para ver un contenido es, sencillamente, un anacronismo.

Las cifras hablan por sí solas. Los catalanes, en 2010, consumían una media de 4 horas y 2 minutos diarios de televisión cada día (en un cálculo que excluye a los menores de cuatro años). En el último informe de Barlovento –hecho con datos del 2024 ya completo– la cifra había caído a tan sólo 2 horas y 36 minutos de televisión lineal. En resumen, un 35,5% del consumo televisivo se ha fundido. Pero eso no quiere decir, claro, que haya desaparecido: como la materia y la energía –que no se crea ni desaparece sino que se transforma– también el visionado audiovisual ha mutado y ahora se realiza en buena parte en otras ventanas.

Y si hay un nombre que encarna esta herida quizá mortal en televisión es Netflix. En quince años se ha consolidado como la gran plataforma de estríming. Pero si retrocedemos al 2010 –y la fecha no es tan lejana–, chocaremos con una empresa que había empezado a experimentar con la transmisión de vídeo online, pero cuyo principal negocio –más de un 80%– era enviar DVDs por correo postal a sus más de 16 millones de suscriptores americanos.

El gran cambio no llegaría hasta el 2013, cuando Netflix estrenó la que era hasta entonces su serie más ambiciosa: House of Cards. Rodada con nombres de prestigio en Hollywood –la producía David Fincher y la protagonizaba un Kevin Spacey que aún no había caído en desgracia– contaba con un presupuesto generoso de 8 millones de dólares por episodio y explicaba el auge de un político sin escrúpulos, en su criminal carrera hacia la Casa Blanca. Esta ficción llegaba a la plataforma con una modalidad rompedora: nada que tener que esperar una semana para cada nuevo episodio, como tenía adiestrada la audiencia la televisión tradicional. Todos trece capítulos de la primera temporada se colgaron de repente para que el público los deglutiese a placer, cada uno a su ritmo.

Nacía así el binge-watching o los maratones de series. Y, según explicó la compañía, era una estrategia exitosa: el 85% de sus abonados se habían tragado toda la primera temporada en apenas quince días, en vez de los tres meses que correspondería a un ritmo semanal. Esta política, por supuesto, obligaba a una producción intensiva, para ir alimentando la maquinaria del consumo compulsivo. La expansión global de la compañía permitió comprar producciones locales y convertirlas en internacionales. Desde la danesa Borgen en la coreana El juego del calamar, el espectador de plataformas ha sido mucho más impregnado del audiovisual del mundo que con el anterior régimen, dominado casi exclusivamente por el mercado anglófono.

El algoritmo toma el poder

Pero el cambio más profundo introducido por Netflix no es el sistema de estreno, sino una piedra de toque fundamental, tan discreta como poderosa: la empresa empezó a destinar un gran esfuerzo para recoger y analizar los datos de consumo de sus usuarios para poder realizar recomendaciones personalizadas. Sus algoritmos decidían qué series se mostraban a quién, y decidían también si valía la pena apostar por un u otro guión, en función de variables que se podían parametrizar. Su factor diferencial no eran los contenidos –eso lo tenían también las grandes cadenas televisivas–, sino el uso inteligente de los datos para adecuar la oferta de forma casi personalizada.

El modelo ha resultado tan exitoso que se ha convertido en genérico: un Netflix catalán, un Netflix de cine de autor... Se calcula que en el mundo hay ahora más de 200 plataformas con voluntad de ser globales. Y su presupuesto combinado dedicado a la compra de contenidos alcanza los 248.000 millones de euros. Pero hay quien mira estos once ceros con un punto de suspicacia y se pregunta hasta qué punto no estamos ante la enésima burbuja. Algunas plataformas sudan para obtener beneficios, pero siguen quemando recursos porque aspiran a ganarse un puesto decente en esta batalla por el posicionamiento en un mercado aún temprano.

O quizás no tanto. Ya se perciben síntomas de resaca. Disney+ invertirá en 2025 un 30% menos que en 2022. Y la producción de series de ficción ha descendido un 25% en los últimos tres años. Esta noción de que la edad de oro de las series ha tocado techo ha provocado que las plataformas en estríming hayan dado un paseo –rueda el mundo y vuelve al Born– en el que apuestan por formatos clásicos televisivos (concursos, realities...) o por comprar derechos deportivos, una apuesta segura que se mantiene.

Bruce Springsteen cantaba lo de 57 Channels (And Nothin' On) (en catalán: 57 canales, y no hacen nada) en el que criticaba el vacío de la programación televisiva pese a la explosión de la oferta. Es un tema de 1992, pero podrían cantarlo también, cambiando canales por plataformas, quienes han dejado de cambiar de canal compulsivamente con el mando, pero ahora se deslizan por la pendiente infinita delscroll de sus servicios de suscripción, sin encontrar nada que les acabe de hacer el peso.

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