Contra la burocracia: ¿esta vez sí?

Nadie defiende la burocracia. Ningún ciudadano, ningún político. Más allá de colores ideológicos, todos los partidos están de acuerdo con la necesidad de agilizar a la administración pública. Es una promesa recurrente y transversal. Pero, al parecer, es tan fácil decirlo como difícil conseguirlo. El funcionamiento de las instituciones sigue siendo pesado, lento, enrevesado. Lo sufren los ciudadanos y lo sufren quienes acceden a cargos directivos en la administración: pronto se dan cuenta de lo difícil que es cambiar inercias y luchar contra las normativas y contra lógicas corporativas. El garantismo y la transparencia (con el objetivo de evitar corrupciones, amiguismo o arbitrariedad) son necesarios, pero no pueden acabar convirtiéndose en una pesada losa. Quienes lo viven desde dentro saben que para mover un mueble o contratar el más mínimo servicio debes seguir procedimientos laberínticos. Los que lo vivimos desde fuera, seamos personas individuales, empresas o entidades, topamos con un sinfín de papeleo (aunque sea digital) y de condiciones a veces inverosímiles. Como en el castillo kafkiano, de ventanilla en ventanilla, muchos acabamos desesperados. Se pierden demasiadas energías, demasiadas inversiones, demasiadas oportunidades. Hace falta mucho tiempo (es decir, mucho dinero) para sacar adelante iniciativas particulares o colectivas frente a un poder administrativo que te mira desde la desconfianza, no desde la empatía o la complicidad. Todo son solicitudes, requisitos, controles, certificados y comprobaciones previas. Una carrera de obstáculos. No te lo ponen fácil.

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¿Cómo revertir esta relación entre administración y administrados? ¿Cómo girar la tortilla y dar prioridad a la acción ciudadana de modo que los controles vengan después? El nuevo gobierno de Isla, como ha sido habitual en quienes le han precedido, se propone conseguir una transformación a fondo del sector público. Lo ha anunciado este lunes el consejero de Presidencia, Albert Dalmau, con un par de iniciativas concretas ya sobre la mesa: acabar con la obligatoriedad de la cita previa (en el marco de la lucha contra la brecha digital) y crear 2.000 plazas de prácticas remuneradas para jóvenes estudiantes (frente a que de aquí a 2030 se jubilarán el 14% de los funcionarios actuales). Se creará, también, un grupo de expertos que deben fijar las pautas del cambio, con Carles Ramió (UPF) por delante. Un Ramió que en el 2013, en época del presidente Artur Mas, ya formó parte de una comisión con el mismo objetivo. En efecto, el objetivo de una administración moderna, eficaz y eficiente viene de lejos. El prestigio de Ramió es incontestable.

Las recetas son suficientemente conocidas: despolitizar cargos intermedios, simplificar organismos y estructuras, profesionalizar la dirección pública –Dalmau se propone rediseñar la Escuela de Administración Pública–, ir más hacia los contratos laborales que hacia los funcionariales –con una selección sin embargo, que respete los principios de igualdad, capacidad y mérito–, establecer sistemas potentes de dirección, control y evaluación de los servicios concertados externos... No será fácil. Habrá resistencias. Pero la antiburocracia responde a un estado de opinión muy amplio. Alcanzar avances revertiría, también, en un aval para la política y las instituciones.