Copa América: un balance
La Copa América no se ha ganado el favor de los barceloneses. Como deporte, no ha logrado salir de los círculos de iniciados. Los esfuerzos por popularizar la vela a remolque de la competición han tenido un efecto limitado. Ni los cursos de vela gratuitos para miles de alumnos, ni las pantallas gigantes instaladas al aire libre para seguir las carreras, ni la introducción de la competición de mujeres han sido suficientes para convencer y atraer al público local. Una lástima. Tampoco parece haberse valorado suficientemente la renovación que se ha hecho de la franja litoral, una inversión pública que el evento ha ayudado a acelerar, así como la necesaria apuesta por la economía azul y la investigación asociada, dos caminos de futuro. De modo que, en buena parte, la batalla del relato la han ganado los sectores críticos con la Copa, asociándola a la idea de deporte de lujo minoritario, al exceso de turismo y, por tanto, a los problemas de vivienda. Se le ha querido convertir en símbolo de la Barcelona que no es para los barceloneses. En un contexto social y ciudadano complicado, los organizadores no han tenido la capacidad de seducción suficiente para contrarrestar este discurso y hacer valer la idea de una Copa América que revirtiera en la ciudad.
¿Quiere decir esto que ha sido un fracaso? No necesariamente. Ha sido un fracaso de comunicación, esto seguro. Se crearon unas expectativas demasiado altas (tanto de audiencia televisiva como de visitantes e ingresos), expectativas que han acabado teniendo efecto boomerang y que han alimentado así los prejuicios. Se buscó el paralelismo, sin duda también exagerado, con el impacto de los Juegos Olímpicos de 1992. La modestia y la discreción habrían sido mejores consejeras.
También habría sido interesante aguzar la transparencia en los números precisamente para evitar polémicas. En cualquier caso, en cuanto a la inversión pública directa (la cifra oficial son 54 millones, con el Estado como principal aportador), será necesario evaluarla en función del retorno para el conjunto de la ciudad, pero también en comparación con el coste habitual para el evento. De hecho, otras ciudades habían ofrecido cifras muy superiores para conseguir acoger la Copa, pero los organizadores neozelandeses eligieron a Barcelona. Y después está el precedente valenciano, ese sí realmente escandaloso, que acabó generando una deuda de 350 millones que finalmente fue asumida por el Estado. Paradójicamente, una vez que se ha sabido que la Copa no se quedará en Barcelona, Valencia ha vuelto a levantar el dedo.
Tal y como ha ido todo, parece razonable el adiós "amistoso" entre las partes. Deportivamente, ha sido una buena competición. El impacto ciudadano, en cambio, ha sido agridulce. Es una lástima, sin embargo, que el esfuerzo realizado por la ciudad no pueda tener continuidad, corrigiendo errores: entre otras cosas, porque parte de las inversiones ya habrían sido realizadas. En todo caso, la mayor apertura de Barcelona a su fabulosa realidad marítima, que tanto atractivo y personalidad le da, y más en concreto al mundo de la vela, tiene una lógica indiscutible: es una práctica deportiva que se debe poder poner mucho más al alcance de todos. También es necesario seguir apostando por la economía azul. Hay que seguir trabajando.