Crímenes y crónica negra en las islas famosas por sus animales: un viaje a las Galápagos
Los turistas llegan a este archipiélago para ver tortugas o iguanas, pero también pueden descubrir los asombrosos asesinatos que se cometieron.
BarcelonaLas Galápagos son uno de los pocos lugares del planeta donde todavía reinan los animales. Todos los turistas que llegan, de hecho, lo hacen más interesados en los bichos que en las personas. Cuando llevas unas horas en las Galápagos vas normalizando que un león marino esté tomando el sol en un banco del paseo marítimo o que una iguana te mire de reojo mientras pides un helado. Los animales están en todas partes. Es un paraíso para quien ama la naturaleza. Y también todo un reto para el planeta, ya que protegerlas cuesta. El parque nacional de las Galápagos se creó en 1959, incluyendo 40 millas náuticas alrededor de cada isla, pero hace pocos años, a petición de los habitantes de las islas, se amplió el área protegida en el mar para crear la reserva marina Hermandad, que conecta con las aguas territoriales de Costa Rica, Panamá y Colombia. La idea era crear un gran pasillo para proteger los movimientos de los peces entre el continente y las islas, ya que los pescadores esperaban alrededor del parque natural, para pescar durante los movimientos migratorios de los bancos de peces o las ballenas, antes de que entraran en aguas protegidas. Otros, directamente se saltan la ley, como ocurrió en el 2017 con el pesquero chino Fu Yuan Yu Leng 999, pillado con 300 toneladas de pesca ilegal dentro de las aguas del parque.
El nuevo reto que afrontan las islas es el exceso de turismo. En la última década la cifra de visitantes se ha multiplicado por tres, a medida que los precios son más asequibles. En los últimos años han crecido las plazas de hotel baratas y han aparecido los primeros apartamentos turísticos en la capital. También han bajado los precios de los vuelos y se han creado excursiones de un solo día mucho más económicas que los tradicionales viajes largos en un barco. La propia Unesco ha alertado del peligro que supongo el crecimiento del turismo para un entorno frágil como éste.
Los vuelos provenientes de Quito y Guayaquil aterrizan en dos aeropuertos distintos. Uno se encuentra en Baltra (Seymour Sur), una isla pequeña justo al norte de Santa Cruz, la isla más poblada. Aquí los estadounidenses improvisaron una pista de aterrizaje durante la Segunda Guerra Mundial para patrullar la zona. Y de esa instalación militar surgió el primer aeropuerto comercial local. Los militares estadounidenses, por cierto, exterminaron a todas las iguanas de Seymour para evitar que cruzaran la pista de aterrizaje. Las van convirtiendo en unas víctimas olvidadas de la Segunda Guerra Mundial. El ser humano es así cuando tiene otras prioridades. Los hombres son siempre una amenaza para la naturaleza, ya sea en forma de pesqueros chinos, de crucero gigante lleno de jubilados europeos o de militares estadounidenses.
El aeropuerto de Seymour es la puerta de entrada a la isla de Santa Cruz, donde se encuentra Puerto Ayora, la mayor población de las Galápagos, con más de 14.000 habitantes. Para llegar te subes a un barco que lleva los coches de Baltra a Santa Cruz en menos de 10 minutos. Después, menos de una hora de carretera por una isla verde, llena de volcanes apagados, lagos y las primeras reservas de tortugas gigantes. Puerto Ayora ha crecido muchas gracias al turismo. Y siempre, con una barba omnipresente, la de Charles Darwin. Su rostro aparece cada dos por tres en forma de estatuas, camisetas, llaveros, nombre de bares o de un cóctel. Una barba blanca omnipresente. Durante sus cinco años de travesía en elHMS Beagle, el científico británico estudió la evolución, la distribución y los cambios de las especies, un trabajo de campo clave para poder ir construyendo la teoría de la selección natural, que plasmaría en su conocida obra El origen de las especies. Publicada el 24 de noviembre de 1859, la obra defendía la evolución por descendencia común gracias a los estudios realizados en lugares como este archipiélago, donde el 95% de las especies son endémicas. Para proteger a las especies, se creó la Estación Científica Charles Darwin, no muy lejos de Puerto Ayora, donde opera un centro de crianza de tortugas gigantes. Existen 13 especies distintas sólo en las Galápagos, algunas tan viejas, que quizás ya vivían cuando Darwin fue por ahí.
Una estatua del británico marca el lugar exacto en el que el 16 de septiembre de 1856 pisó las Galápagos por primera vez, en San Cristóbal, la isla más oriental. Aquí está el segundo aeropuerto, más moderno que el de Seymour. San Cristóbal es una isla llena de leones marinos por el paseo marítimo donde ha crecido mucho la oferta para dormir y realizar excursiones. La oferta es variada: tienes experiencias de apenas tres horas para nadar un rato en alta mar y ver tiburones, pero también cruceros de 17 días en un velero o un catamarán donde no falta nada. Naves con tripulación que habla inglés –pues suelen ser para turistas estadounidenses– que visitan todas las islas, incluidas las más alejadas de todas: Wolf y Darwin. Unas islas deshabitadas a un día de navegación en el norte donde no se puede ni bajar al suelo. Pero adónde algunos valientes van, ya que es el lugar del planeta donde hay más tiburones. Tiburones de todos los tamaños y de todas las razas, nadando por doquier. Es necesario coraje, para saltar al agua.
La capital de San Cristóbal es Puerto Baquerizo Moreno, la capital de las Galápagos, a pesar de tener menos habitantes que Puerto Ayora. En Puerto Baqueizo Moreno pasan noche los turistas con menos presupuesto. Muchos caminan una horita hacia el sur para bañarse en playas donde puedes estar solo y vuelven al centro de la población de noche para tomar una cerveza o un café, ya que en las islas tienen plantaciones cafeteras. Fue precisamente en esta isla donde se hizo por primera vez una plantación en 1869, cuando Manuel Julián Cobos contrató a unos franceses para ayudarle. Cobos era todo un personaje. En las afueras de Puerto Baquerizo Moreno todavía puede verse su vieja casa, ahora destruida. Él fue el responsable de la colonización con éxito de la isla, la tercera del gobierno ecuatoriano, que buscaba valientes para ir a vivir a unas islas salvajes. Muchas personas lo intentaron y casi todas fracasaron. A finales del siglo XIX las islas quedaban a semanas de navegación, sin demasiados recursos. Cobos encontró fuentes de agua natural y fue haciendo fortuna, tanto con el café como con la producción de aceite de tortuga, secando la piel de los leones marinos y pescando. Pero la dureza del escenario y el poder le hicieron perder el control de sus actos: se convirtió en un dictador que no respetaba a los trabajadores, a los que agredía y negaba los derechos. En 1904 fue asesinado por unos trabajadores de su finca, hartos de él. Uno de los crímenes de unas islas en las que los pocos hombres que viven, han demostrado cierta tendencia a pelearse. La crónica negra local es asombrosa.
De Puerto Baquerizo Moreno salen los barcos hacia las dos islas aisladas del sur, la Española y Floreana. En la Española nadie vive. Es un espacio precioso con algunas tortugas endémicas y donde el rey es el mascarell camablau, el pájaro de patas azules tan querido por la población local. En Floreana sí que viven personas, apenas unas 100, casi todas en el pequeño puerto de Puerto Velasco Ibarra. Cuando bajas al suelo, pasas por un faro, una oficina de inmigración donde nadie recuerda la última vez que trabajó alguien y una pista de fútbol sala que está llena de iguanas terrestres que toman el sol. Y ahí se vivió el crimen más misterioso de todos.
Floreana fue durante siglos un refugio para piratas y balleneros. Marineros duros, que tenían sus rincones en islas desiertas donde hacer escalera. En una época en la que las comunicaciones eran precarias, era normal que un barco que estuviera más de un año navegando dejara cartas en lugares estratégicos, con la esperanza de que otra nave hiciese de cartero. Es decir, si todavía te quedaban al menos seis meses de navegación, se dejaban cartas destinadas a Londres, Lisboa o Nueva York, con la esperanza de que una nave que acudiera en los próximos meses las encontrara. En Floreana, cuando aún no se llamaba así, había uno de esos sitios de correos improvisados, en la bahía norte. Alguien había cogido un barril para convertirlo en el buzón, donde se guardaban las cartas. La tradición se ha perpetuado y hoy en día los visitantes que van dejando postales destinadas a sus seres queridos, sin necesidad de poner sello. Cuando las dejas, miras en la bolsa de plástico dentro del barco si hay postales destinadas a lugares cercanos a tu casa. Si quieres, las coges y, una vez en casa, las envías. Siempre hay postales de catalanes, al menos una. No falla.
Y así se perpetúa la tradición en una isla preciosa, pero a la vez muy dura, lo que provocó que no pudieran quedarse europeos que la querían colonizar, como unos noruegos que fracasaron al intentar poner en marcha una planta de conservas de pescado. En 1929 Floreana se quedó vacía de nuevo. Fue entonces cuando llegaron el doctor alemán Friedrich Ritter y su amante, Dore Strauch, quienes abandonaron en Berlín a sus parejas. Ambos querían vivir desnudos y aislados como si la isla fuera el jardín del Edén, puesto que practicaban el naturismo. Pero la suerte no les sonrió, puesto que poco después llegaron una nueva pareja de alemanes, Heinz y Margret Wittmer, que tenían la misma idea. Ambas parejas aprendieron a respetarse, pero manteniendo las distancias. Unos desnudos por un lado, otros pariendo hijos por el otro. Pero la cosa se complicó aún más en 1932, cuando se plantó en Floreana un grupo extraño: la baronesa Eloise von Wagner Bosquet, una austríaca que venía acompañada de tres hombres. Lorenz y Philippson, dos gigolos que había conocido en Viena, y Valdivieso, un ecuatoriano que trabajaba para ellos. Y todos eran amantes de la baronesa, al parecer. Von Wagner empezó a pasearse con poca ropa, un látigo de cuero y una pistola, mientras afirmaba que iba a construir un hotel. Aquel grupo acabó con el frágil equilibrio de la isla, ya que las demás parejas sospecharon que Von Wagner conseguía interceptar el correo que llegaba, mientras enviaba cartas a diarios alemanes exagerando la vida de Floreana, seguramente por atraer viajeros. Ritter, Strauch y los Wittmer desconfiaban de aquel grupo, que ahora amaba y ahora se odiaba, con agresiones físicas incluidas. Sin embargo, un día Philippson y la baronesa desaparecieron sin dejar rastro. Lorenz afirmaría que habían subido a un barco que iba a Tahití, pero nadie había visto ningún barco, esos días. En la que pudo, Lorenz huyó de la isla a la barca de un noruego, pero pocos días después sus dos cuerpos fueron hallados deshidratados en una isla cercana. De la baronesa y de Philippson nunca se supo nada.
La historia se haría famosa gracias a un marinero británico que, de paso, grabó con una cámara de cine a la baronesa ya los habitantes de Floreana. Pero especialmente gracias al libreto de memorias de Dore Strauch, que regresó a Alemania cuando el doctor Ritter murió por culpa de alimento en mal estado. Strauch tituló el libro, con acierto, Satan came to Eden (Satanás visitó el Edén), para referirse a una isla donde los Wittmer se quedaron y abrieron un hotelito y un negocio de tours turísticos que todavía gestiona la propia familia. A los descendientes les gusta más hablar de las tortugas que de aquellos hechos de 1934. Nadie puede culparles por no querer hacerlo.