Reportaje

"Había quien decía que habíamos asesinado a gente para comérnosla": 50 años de la tragedia de los Andes

Ahora hace medio siglo un avión en el que viajaba un equipo de rugby de Uruguay se estrelló en medio de una tormenta en los Andes. Los supervivientes pasaron 72 días en la nieve, obligados a practicar el canibalismo, antes de ser rescatados. Ahora explican lo que vivieron

En agosto de 2005, el periodista uruguayo Pablo Vierci recibió una llamada de sus antiguos compañeros de escuela Roberto Canessa y Gustavo Zerbino. No era una llamada cualquiera. Juntos habían estudiado en el Stella Maris-Christian Brothers, un colegio católico fundado en los 50 en los que curas irlandeses se encargaban de que los alumnos de clase media tuvieran una buena educación cristiana, en inglés y practicando un deporte que habían traído de su país, el rugby. Precisamente la pasión por el rugby había comportado que dentro de la escuela naciese un equipo que en 1972 se marchó a Chile para jugar unos cuantos partidos amistosos. Pero el avión en el que volaban se estrelló en medio de los Andes y dio paso a una historia que marcó para siempre jamás a toda una generación, porque catorce supervivientes se pasaron 72 días a más de 3.700 metros, sobreviviendo como pudieron y forzados a comerse la carne de los cadáveres de sus compañeros. La historia, llevada al cine, fascinó a millones de personas de todo el mundo, pero incomodó a la escuela. “Yo ya era periodista entonces y quería escribir un libro, pero me llamaron ex compañeros diciéndome que era mejor dejarlo correr, porque incomodaba a la escuela y podía afectar a su imagen. Estuve décadas esperando poder retomar el proyecto. Y lo hice cuando me llamaron Roberto Canessa y Gustavo Zerbino. Eran dos de los supervivientes de ese famoso avión 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya.

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Los dos habían puesto en marcha un proyecto con el documentalista Gonzalo Arijón y decidieron reclutar a Vierci para hacer un libro y poder, por primera vez, dar su punto de vista con calma. “Había dos condiciones que me parecieron imprescindibles para elaborar este libro. En primer lugar, subir a la montaña y pasar en el lugar del accidente todo el tiempo posible, hasta que nos echaran las tormentas, para poder atisbar, aunque solo fuera mínimamente, lo que ellos sintieron”. Dicho y hecho. Fue hasta el lugar de los hechos acompañado de cuatro supervivientes, en marzo de 2006: Adolfo Strauch, Moncho Sabella, Gustavo Zerbino y Roberto Canessa. “La segunda condición era que participaran los dieciséis. Costó, sobre todo en el caso de Pedro Algorta, que vivía en Buenos Aires y, como algunos otros, se alejaba tanto como podía de aquellos recuerdos. Pero al final me citó en un bar de Montevideo”, recuerda. Y así nació el libro La sociedad de la nieve, publicado ahora en catalán por Alrevés Editorial.

Precisamente Pedro Algorta recuerda cómo tres meses después de ser rescatados se hizo una misa en honor de los muertos en el pueblo chileno más cerca del lugar del accidente. Cuando se dirigían hacia ahí con sus padres, la carretera quedó cortada por culpa de otro accidente en el que una mujer perdió la vida. Su padre, inconscientemente, pidió a su mujer y a su hijo que “no miraran a la carretera, porque estaba el cuerpo mutilado de la mujer”: “Pero yo me sentía más cerca de ese cuerpo muerto que de mis padres. Había pasado un montón de días en medio de cuerpos mutilados: ¿por qué razón no tenía que mirar? Era como si los supervivientes hubiéramos sufrido una mutación. Y nadie nos entendería, la sociedad no podía saber qué sentíamos”. Los supervivientes se autodenominaron “la sociedad de la nieve”, mientras la prensa amarilla empezaba a esparcir mentiras sobre lo que había pasado. Algunos se explicaron en libros pequeños, pero la mayoría prefirieron callar. Algorta fue uno de los que calló, hasta ahora. Él era un poco diferente a los demás. “No jugaba a rugby y quería vivir desde dentro de la experiencia socialista del gobierno de Salvador Allende en Chile”, recuerda. Sus amigos de escuela, más conservadores, pensaban en el rugby y en las fiestas.

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Todo había empezado el 13 de octubre de 1972 cuando el Fairchild 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya se estrelló en el centro de la cordillera de los Andes. El piloto, entre el mal tiempo y una mala lectura de los aparatos de navegación, empezó el descenso hacia el aeropuerto de Curicó antes de tiempo y chocó con las montañas. Los uruguayos volaban a Chile para pasar unos cuantos días jugando a rugby y haciendo amigos. Cuando hicieron escala en la ciudad argentina de Mendoza, algunos conocieron a unas chicas argentinas que, medio en broma, les dijeron que se quedaran con ellas porque el avión se estrellaría. Gustavo Zerbino, uno de los supervivientes, también tenía este presentimiento y se pasó el viaje visitando la cabina de los pilotos, donde los encontró tomando mate con el automático puesto. Cuando quisieron reaccionar, en plena tormenta, fue demasiado tarde. El avión chocó con unas rocas y perdió las alas y la cola. La parte posterior quedó arriba de la montaña y el resto cayó en el valle que los supervivientes bautizarían después como “de las lágrimas”. A bordo iban 45 personas, entre pasajeros y tripulantes, mayoritariamente jugadores del Old Christians Rugby Club, acompañados de familiares y amigos. El Servicio Aéreo de Rescate chileno los dio por muertos al cabo de diez días. “No se los puede culpar. De los 45 accidentes aéreos acontecidos hasta entonces en la cordillera de los Andes, nunca había habido supervivientes”, explica Vierci.

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Un pastor salvador

Pero al cabo de setenta días, dos chicos con la ropa rasgada aparecieron cerca del valle de Los Maitenes, al sur de Santiago de Chile, después de una caminata inverosímil de diez días. Sergio Catalán, un pastor que cuidaba vacas, oyó un grito que lo asustó. Un chico barbudo movía los brazos al otro lado de un río. Como ya se ponía el sol, Catalán le indicó que volvería al día siguiente. Se lo dijo con un papel que envolvió alrededor de una piedra, que lanzó con un lápiz ligado. El chico barbudo era Roberto Canessa, que le escribió: “Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy uruguayo. Hace diez días que andamos. Tengo un amigo herido allí arriba. En el avión quedan catorce personas heridas. Tenemos que salir deprisa de aquí y no sabemos cómo. No tenemos comida. Estamos débiles. ¿Cuándo nos vendrán a buscar? Por favor, no podemos ni andar. ¿Dónde estamos?” Catalán, que murió en 2020 a los 91 años, no se lo pensó dos veces. “Tuvo la nobleza y la misericordia de ayudarnos, de hacer su propia travesía para salvarnos. Siempre he pensado que si ese mismo episodio nos hubiera pasado al lado de la civilización y hubiéramos intentado parar a alguien para que nos ayudara, es posible que no hubiéramos tenido tanta suerte. Pero nos encontramos a un hombre bueno y sencillo como Catalán, que fue capaz de dejar el trabajo, abandonar las vacas a merced de los pumas, ir ocho horas a caballo, subir a un camión que paró y llegar, cincuenta kilómetros después, a una unidad de carabineros con el único propósito de ayudar a personas que no conocía”, se emociona Roberto Canessa.

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“La gente no estaba preparada para entender esa peripecia. Nadie nos puede entender, a los supervivientes. Había morbo y falta de comprensión, se dijeron cosas horribles sobre nosotros”, explica desde Montevideo Adolfo Strauch, uno de los supervivientes. Una vez Catalán dio la alerta, empezaron las especulaciones sobre qué había pasado todos aquellos meses en los Andes. Cuando el avión se cayó en el valle, medio roto, 29 personas continuaban con vida, pero dos murieron pocas horas después. El 29 de octubre, después de que los supervivientes hubieran improvisado una misa, un alud mató a ocho personas más. Y todavía se perderían tres vidas más en esas semanas de espera, hasta dejar la cifra de supervivientes en los 16 finales. Los miembros de la sociedad de la nieve decidieron enviar a dos jóvenes montaña abajo porque habían podido oír, gracias a una radio con pilas, que ya no los buscaban. “Llegaron a poner en entredicho que hubiera habido un alud el 29 de octubre. Había gente que decía que habíamos asesinado a gente viva para comérnosla. Nos lo decían a nosotros, que éramos los familiares y los amigos de los muertos. Fue muy duro volver a la realidad”, dice Strauch.

“Nadie está del todo preparado para las cosas que tienen que venir. Fui el primero en llegar a Montevideo, el 24 de diciembre, e imaginé que en el aeropuerto estaría mi familia y nadie más. Pues los balcones, las terrazas y todos los espacios interiores estaban atestados de gente, de periodistas, de curiosos, porque nadie acababa de entender lo que había pasado. Llegué al pequeño mostrador de inmigración, donde un funcionario me miraba con el mismo susto que los otros, como si viniera de ultratumba, hasta que al final consiguió pedirme los documentos. Pero no tenía documentos, no tenía nada salvo la ropa que llevaba puesta, que me habían regalado en el hospital. «Vengo de un avión que chocó en las montañas», les decía. Y ellos pidiéndome el carné de identidad, sin saber qué hacer”, recuerda Daniel Fernández. La sociedad tenía muchas preguntas sobre qué había pasado en la montaña. Y los supervivientes no tenían ganas de explicarse. “Durante mucho tiempo no pude pensar en todo aquel proceso que tuvimos que hacer en la montaña, pasar de seres normales a convertirnos en hombres primitivos, deshojándonos gradualmente”, añade Fernández. “De repente miraba una botella de agua y pensaba que si la hubiera tenido habría podido pasar unos cuantos días vivo allí arriba”, explica Canessa. Como estudiaba medicina, fue uno de los primeros que entendió que, para sobrevivir, había que comer carne. “Cuando surgió la idea de alimentarnos con los cadáveres, a mí no me resultó nueva. La base teórica la llevaba de antes, porque había leído sobre metabolismo en medicina, que era la carrera que estudiaba. Conocía el ciclo de Krebs, sabía que la proteína se puede transformar en azúcar y la grasa se puede convertir en proteína, y que podíamos sobrevivir con una alimentación única a base de carne sin caer en la inanición. Y allí estaban las proteínas de los cuerpos de los amigos. Encontré la paz para nuestras conciencias cuando se nos ocurrió decir que, si nos moríamos nosotros, entregábamos nuestro cuerpo para que los otros lo utilizaran. Cuando me di cuenta de que podía formar parte del capital de alimentos para los que quedaban vivos, lo único que me faltaba era cortar el trozo y tragármelo”.

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Strauch recuerda que después de intentar sin suerte utilizar las baterías del avión para comunicarse, aprovechando que un superviviente, Roy Harley, era aficionado a la electrónica, llegaron a la conclusión de que había que cruzar los Andes andando. Los escogidos fueron Nando Parrado, Roberto Canessa y Tinten Vizintin, que años más tarde sería el presidente de la Federación de Rugby uruguaya. Vizintin no acabó toda la expedición y volvió. Solo Canessa llegó a encontrar al pastor Catalán. “Yo subía cada día a una montaña con la radio a pilas para intentar sintonizar alguna emisora. A veces tenías suerte y a veces no. El día 22 de diciembre volvimos a subir con la esperanza de pescar alguna noticia de Nando y Roberto. Hacía diez días que se habían ido. De golpe di un salto cuando oí que habían aparecido dos uruguayos que venían de un avión que se había estrellado en las montañas. La primera reacción fue pensar si era posible que hubiera otro avión perdido con uruguayos”, explica con una risa tímida. Prefirió no decir nada, para no dar falsas esperanzas a los compañeros. Pero justo antes de bajar al valle, por la radio sonó el Ave María. Consideró que era una buena señal.

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Strauch fue uno de los que volvió con Vierci al valle de las lágrimas. Y ahora es uno de los que explica aquella experiencia desde Montevideo, donde vive. “Tener hijos y nietos nos ha cambiado la percepción. Queremos explicarlo a quien nos quiera escuchar. Y, por encima de todo, lo que me gusta es volver a los Andes. Siempre voy de vacaciones”, dice. Nunca ha vuelto de la montaña: en vez de odiarla, la quiere.