Entro en una corsetería del barrio y tengo delante a una mujer que no tiene ni cincuenta años y que compra calzoncillos para su marido. Todo parece normal, pero a mí no me lo parece. A mí me saca de quicio, porque todavía es hora de que vea a un hombre entrar en una corsetería o en una tienda de ropa interior y comprar bragas de cada día para su pareja. Ropa interior sexy, sí; sujetadores básicos, no. Ni pijamas para no pasar frío. O calcetines de color liso. Esto nunca ocurre. Más de nunca. Nunca jamás. Y nos parece normal. Igual que nos parece normal que muchos hombres no se aclaren con la ropa blanca y la ropa de color. O que tengan que hacerles la maleta.
Es la infantilización del género masculino y sinceramente, hombres, ¿por qué no os habéis rebelado contra esta imagen que permitís que se proyecte de vosotros? Porque, de acuerdo, es cómodo de narices que te compren los calzoncillos y las camisas y te hagan la maleta para el fin de semana, pero ¿no se os cae la cara de vergüenza? ¿No os genera una rabia y una indignación profundas permitir el discurso que hace creer que los hombres –tal y como señalaba en un vídeo hace unas semanas la gran Henar Álvarez–, si no os dicen qué hacer en casa, no sabéis ni por dónde empezar y soltáis la gran frase: "No me lo habías dicho"? Y aquí podemos caer en el tic de verter la responsabilidad en la mujer que acompaña a este hombre y decirle que se plante. Y de nuevo volveremos a infantilizar al hombre, que es quien debería hacer el cambio.
Es chocante el contraste entre cómo se trata a los hombres en el ámbito público, desde el poder y la seguridad de tenerlo todo controlado, y en algunos aspectos del ámbito privado, permitiéndoles tantas y tantas cosas, como si fueran niños incapaces y malcriados. Y ellos, aparentemente tan contentos. ¿Dónde queda la dignidad de quien es capaz de programar un sistema de telecomunicaciones pero que, si alguien no se ha adelantado, cinco minutos antes de la hora de cenar dice "¿Qué hacemos hoy?", sin pensar que cocinar también es planificar? Por no hablar de participar activamente en la logística de celebraciones familiares.
No estoy hablando de la dejadez de las tareas compartidas del hogar. Va más allá. Porque la misma infantilización del hombre también aparece, por ejemplo, cuando una pareja rompe y el hombre enseguida se junta con otra pareja y todo el mundo dice "Pobre, es que no sabe estar solo, déjalo". O cuando aceptamos que la mayoría de los pacientes que acuden a terapia son mujeres, porque ellos, ya se sabe, no están preparados. Siempre he pensado que la psicología es esto, psicología; no psicología sobre todo para mujeres. Pero parece que lo damos por sentado. Porque ellos, pobres, no saben más.
Es evidente que hay mucho de cultural en todo ello. Y que el sistema en el que vivimos, que da el poder a los hombres, a cambio les hace pagar el peaje de ser vistos en muchos aspectos como criaturas. Y no puedo entender cómo ellos se lo comen sin problemas. Cómo os lo tragáis. Porque a todos os veo como hombres. Pero algunos tenéis que ayudar.
Nota: por cada not all men ("yo no hago eso", en inglés) a raíz de este artículo, ¡chupito!