Amor y pimienta

Hoy ha asistido a la boda de su mejor amiga y no puede respirar

Él que fue el mejor amigo de Celia durante años, quien durante unos meses fue pareja y le costó lo que no está escrito volver a ser amigo

Hace diez minutos que se ha salido de la carpa iluminada y ha dejado el ruido de gente y la canción de la Whitney Houston cada vez un poco más lejos. Necesitaba respirar. Respirar y estirar sus largas piernas. Y, sobre todo, huir de allí lo más rápido posible y sin despertar la atención de nadie. Le ha pasado que de repente ha notado que los pulmones se habían embarrancado en su interior, justo en medio de las costillas, donde más duele. No podía respirar.

El sermón que el cura ha recitado de forma monótona también le ha sonado a canción mentirosa: "Carta de san Pablo a los cristianos de Corinto", ha dicho con una voz solemne ensayada. Allí, con el trasero cuadrado sobre un banco de madera duro, lo admite, se ha empezado a poner muy nervioso porque él, de paciencia, gasta más bien poca. Esperaba ansioso el momento en que el cura diría lo de "si alguien tiene algo que decir que lo haga ahora o calle para siempre", pero el hombre no las ha dicho estas palabras. Otra farsa de las bodas, que lo sepan las que va siempre a última hora.

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Pero ha sido el discurso del padrino, horas más tarde, desde la mesa presidencial del banquete, el que le ha acabado de rematar. Porque era él quien debería haber pronunciado con público las palabras del escogido. Él que fue el mejor amigo de Celia durante años, quien durante unos meses fue pareja. Al que le costó lo que no está escrito volver a ser amigo, como si nada hubiera pasado. Quien aceptó a Bernat porque no quedaba otro remedio si quería mantener a Celia cerca. Quien renunció a sus verdaderos sentimientos. Quien se tragó sus deseos secretos como si fueran clavos al rojo vivo clavados en la garganta.

Y hoy ha asistido a la boda de su mejor amiga. Ha escuchado a san Pablo predicando paciencia y el discurso de un padrino de medio pelo que no sabe ni rimar ni contar anécdotas con cierta gracia.

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Y ahora que empieza el baile, él necesita salir a dar un paseo. "Y will always love youuuuuuuuuu", siente de fondo. Definitivamente, necesita airearse un poco para ver si así le pasa un poco la mala yacía y es capaz de acabar la noche con cierta dignidad sin discutir con ningún aprendiz de predicador, sea de la casta que sea.

El césped es húmedo y le entra por los calcetines buenos que lleva oscurecido no sabe muy bien por dónde va. No conoce nunca. deprisa y que sólo puede ir hacia una dirección: la que le lleve lo más lejos posible de la carpa de la felicidad. Hay un momento en que el césped se acaba y empieza un empedrado. está el hostal donde ha reservado la noche, como algunos de los otros invitados de la boda. De hecho, le ha parecido ver a la prima de Celia y su marido haciendo el check-in justo cuando él subía la escalera de emergencia con un dedo cogiendo el gancho del perchero y el vestido sobre el hombro.

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Camina y camina como un espírituado y el empedrado lo lleva hasta un puente que atraviesa un torrente. Es un torrente grande, que baja con un buen caudal. Hace mucha oscuridad, pero él oye el ruido y la humedad que se le engancha a los huesos por dentro y le agarrará las neuronas. Se siente un pobre desdichado. Se pondría a aullar como Houston en los momentos más amargos, pero, de repente, ve algo que le cambia el foco de sitio. Le ha parecido ver una silueta sobre la barandilla del puente. Han sido sólo unos segundos, pero está convencido de que hay alguien cerca haciendo equilibrismo. Se acerca y, efectivamente, allí delante de él, un hombre de espaldas a punto de echarse al precipicio.

"¡No lo hagas!"

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"No tienes ni idea, déjame".

"No lo hagas, por favor".

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No sabe si ha sido por este "por favor" en concreto. O por la voz de miedo que le ha salido de dentro, o porque ha sido incapaz de decirle nada más, ni hacerle ningún sermón improvisado sobre la vida, la esperanza, el amor de quienes le aman todo y que él no tiene ni idea. De nada sirve la prédica, de nada. Tampoco los discursos vacíos, las palabras de azúcar.

A cambio de eso prefiere alargarle la mano, que le tiembla. La deja suspendida, un segundo, dos, tres, cuatro... No es hasta el segundo veinticuatro que el suicida se lo toma. Se aferra fuerte. Él se aferra fuerte al otro y quedan así un rato sobre el vacío. Hasta que la gravedad se decanta hacia el lado de la vida. El hombre, que le ha dejado caer todo su peso encima, respira muy rápido; él también. Se abrazan.

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Uno se reconoce dentro del otro como un espejo invertido. Y quizás sólo eso, sólo eso les salva.