¿Es democrático vestir de Chanel?
El 2 de diciembre, en la estación de Bowery del metro de Nueva York se produjo una escena insólita: muchas mujeres vestidas de arriba abajo de Chanel –una de las marcas más exclusivas del mundo– se paseaban por el andén. El metro neoyorquino, símbolo cultural y servicio público de acceso universal, es el espacio donde más de tres millones de personas de muy diversas condiciones conviven cada día. Pero aquella noche no era un trayecto cualquiera: se celebraba el desfile. Métiers de Arte, la cita anual en la que la maison exhibe la excelencia de sus talleres artesanales. "El metro de Nueva York pertenece a todos", justificaba el director creativo Matthieu Blazy. Una afirmación de que muchos medios se han apresurado a interpretar como un gesto democratizador que buscaba reconectar con la supuesta esencia popular de su fundadora, Gabrielle Coco Chanel.
A esta épica se le ha añadido otro episodio que le ha disparado aún más: el desfile lo abrió Bhavitha Mandava, una modelo originaria de la India descubierta en el metro de Nueva York pocas semanas antes de la temporada primavera/verano 2025. La propia Mandava, que apenas ha tenido tiempo de sufrir un vídeo padres llorando de emoción mientras la veían desfilar como mascarón de proa de una maison que representa la máxima expresión del lujo.
Las redes no se han hecho esperar y van llenas de opiniones más propias de un anuncio azucarado de Navidad que de una mirada realista del mundo que nos rodea. Abundan las voces que presentan este momento como una conquista democrática y algunos medios han llegado a defender que el desfile demuestra que el lujo ya no es patrimonio de un círculo cerrado, sino que puede dialogar con la gente común. Para muchos, Mandava simboliza un paso adelante en la representación de modelos indias y de comunidades a menudo invisibilizadas y proyecta la idea de que cualquier joven puede aspirar a lo mismo. Sin embargo, confundir representación con transformación es una de las trampas más eficaces del sector: las imágenes cambian mucho más rápido que las estructuras.
O bien Quim Masferrer tiene razón y todos somos muy (o demasiado) buena gente o bien los humanos tenemos un talento secular entrenado para contentarnos con cualquier pacto de mínimos. ¿En qué momento hemos echado la toalla en la lucha por la justicia social y nos conformamos con gestos más propios del ilusionismo que de un compromiso real? ¿Cómo puede que, en pleno siglo XXI, celebremos que Chanel elija una modelo india para abrir un desfile en vez de indignarnos para que haya tardado tanto en hacerlo? ¿Por qué agradecemos que esta casa haya "bajado" en el metro para presentar su colección, presuponiéndole la buena intención de preocuparse por el bien común? Quizás porque también nos gusta creer que formamos parte de un relato amable, aunque sea a costa de ignorar lo que realmente sustenta este sistema.
El lujo siempre ha existido y no parece que tenga intención de desaparecer en un futuro próximo porque, mientras persista la desigualdad social, tendrá combustible suficiente para seguir funcionando. La noción de "lujo democrático", que algunos se apresuran a proclamar, no es más que un oxímoron sin voluntad de resolverse. Y cuando alguna iniciativa parece apuntar a una supuesta democratización, a menudo no es más que un espejismo: un relato pensado para convencernos de comprar lo que no nos corresponde, alimentados por la ilusión de que el ascensor social opera a pleno rendimiento. Además, el lujo necesita preservar siempre cierta inaccesibilidad: es del deseo frustrado de donde extrae su fuerza simbólica y económica.
No podemos ser tan ingenuos de tragarnos esa falsa modestia. En un mundo socialmente justo, el lujo sería innecesario y ninguna industria trabaja para su propia extinción. Por eso el sector busca un equilibrio constante entre preservar la exclusividad que le da valor y ganarse el favor del público con gestos calculados, disfrazado de modernidad y proximidad. El lujo lo sabe perfectamente. Chanel, desde sus inicios, también.