Memoria histórica

El maqui que todavía lucha: "Nos defendíamos de una dictadura y no matábamos a sangre fría"

Joan Busquets Verges, conocido como el Senzill, es el último maqui catalán vivo. Lo detuvieron en Barcelona en 1949 y pasó 20 años en prisión. Actualmente vive en Normandía, desde donde cuenta su historia

Enric Garcia Jardí
y Enric Garcia Jardí

Picauville (Francia)Le habían condenado a muerte y fumaba como un carretero. Cerrado a la celda, desesperado, se había fabricado una pistola con un puñado de muelles de pan compactados y la estaba pintando con betún negro. Por unos instantes había imaginado la fuga perfecta, que paralizaría a los guardias de la cuarta galería de la Modelo con esa arma falsa. Se refugiaba a menudo en la fantasía, y también en un sentido del humor que compartía, pared por pared, con Manuel Sabaté, a quien habían endosado la pena máxima por ser hermano de Quico Sabaté. En idénticas circunstancias, se habían hecho una promesa el uno al otro: cuando los vinieran a buscar para fusilarlos pedirían, como última voluntad, un arroz con leche. Así harían la coz a los carceleros, que deberían empescarse para conseguir un manjar que no sabían cocinar.

Desde un apartamento de Picauville, un pueblo de unos 2.000 habitantes situado en el departamento de La Mancha, en Normandía, Joan Busquets Verges (Barcelona, ​​1928) cuenta su historia por episodios, como los capítulos de una novela de aventuras que no necesita ninguna ficción para mostrarse extraordinaria. Alto y corpulento, lleva una vida solitaria y autónoma: conduce, cocina y escribe artículos de opinión para la CGT del Berguedà. A primera vista podría hacer recelar incluso, como si la hubieran cambiado por otro. Pero sus ojos pardos encajan con los del retrato fotográfico de 1948 que señorea en su despacho, y la punta de la nariz, surcada por un culatazo de un guardia civil tras un intento frustrado de escapar de la cárcel de San Miguel de los Reyes en 1956, no deja margen, tampoco, para la duda: estamos delante del último maqui catalán vivo. A su amigo Manuel Sabaté le mataron en el Camp de la Bota el 24 de febrero de 1950, al día siguiente que se enterara de que él, en cambio, se entregaba. Aquella mañana, cuando salió al patio del presidio, la hazaña del pequeño Sabaté se había difundido: había reclamado un plato de arroz con leche. "Podría haberse olvidado, o no darle importancia, pero fue leal a la palabra dada. Era un buen amigo y siempre lo he tenido presente", asegura.

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Entusiasta de la acción directa

Nacido en Sant Gervasi cuando la pobreza se filtraba en la mayoría de casas del barrio, Busquets se había enrolado en el antifranquismo más beligerante de muy joven. "Me indignaban mucho las injusticias", afirma. Tras trabajar entre los 14 y los 18 años en la Hispano Suiza, donde reprimieron con dureza una huelga, y de la detención de un militante cenetista que le había prestado libros se convenció, en breve, de la necesidad de ir -se del país. En Toulouse, la fuerza organizativa del exilio le impresionó: "Nunca he visto nada igual". Se ganaba el jornal como minero en Cransac y repartía el semanario Ruta, de la Federación Ibérica de Juventudes Libertarias, a la que se había afiliado. Pero esa forma de lucha le quedó corta. El día que le presentaron Marcel·lí Massana, alias Pancho, hizo unos ojos como unas naranjas. La acción directa de los maquis, basada en sabotajes y confiscaciones, le entusiasmaba. A base de insistir, Busquets, con 21 años, fue aceptado en el grupo, célebre en el Bages y el Berguedà, donde las narraciones de maquis, como las de los bandoleros de siglos pasados, se esparcían entre la gente humilde con una mezcla de admiración y de miedo. Lo bautizaron como Sencillo: "Yo no sabía el nombre real de los demás compañeros, sólo los alias —como Caracremada, Tragapanes, Pometa, Tarántula, Cortaventras, Rana o Currito—, pero confiaba".

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Con Massana congenió enseguida: "Era un líder nato, un hombre de una gran teatralidad, pero que tras el ademán duro escondía un sentimental". Cuando se refiere a las travesuras que se atribuyen a este maqui legendario —como la de dejar pagado de incógnito el café de un guardia civil en el Bar Colón de Berga— aún se le dibuja una carcajada en la cara. En la base de Tartás cantaban boleros juntos y bebían vino para destensar los riesgos asumidos durante las misiones en el interior y las noches durmiendo al raso, haciendo "cama redonda" bajo una misma manta. Este modelo de maqui picaresco, que se reservaba ratos para no hacer un grano demasiado, se contrapone con el parecido de lobo solitario que traza de Ramon Vila Capdevila, Caracremada. Obsesivo, reproche, de intimidad emboscada, escondida entre las maquias, este veterano no daba, dentro del grupo, la misma cuerda: "Sólo paraba la oreja si hablábamos de torres eléctricas y sabotajes". Era el maqui que no podía dejar de ser maqui, el héroe de la resistencia francesa. El guerrillero obcecado, de pasos largos e ideas fijas que, más adelante, desoiría la orden política de dejarlo correr. El idealista que, como algunos santos, desde un inicio parecía abocado, irresistiblemente, al martirio.

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El grupo, tan heterogéneo, funcionaba. Conseguían armas y munición gracias a los antiguos maquisardos franceses y en Cataluña disponían de una red de confidentes y colaboradores sólida: "Nos acogían en muchas masías, y un farmacéutico de Berga nos curaba las heridas". De la actividad, durante un año, como guerrillero, la acción que más le llena de orgullo es el sabotaje en Terrassa de junio de 1949, que dejó la ciudad a oscuras. "Hicemos volar cuarenta torres de conducción eléctrica y un kilómetro de vía de ferrocarril", rememora. La cuestión era poner trabas, como fuere, a la economía franquista. Como maqui, Busquets manejaba una metralleta Stern y pistolas como Parabellum y Kohl. Se define como alguien pacífico atravesado por un contexto violento: "Piensa que el estado de guerra, en España, se prolongó más allá de 1939. Nosotros nos defendíamos de una dictadura, de un régimen golpista, terrorista, y no matábamos a sangre fría". Pese a participar en un secuestro y enfrentarse a la Guardia Civil, revela que no quitó la vida a nadie. Si hubiera tenido que hacerlo, no le habría temblado el pulso: la supervivencia estaba en juego. Él mismo estuvo a punto de irse al carrizo cuando un somatén les lanzó una bomba de mano que no explotó. En otro encontronazo, Massana, que había liquidado a un sargento, envió las pertenencias a la viuda, berguedana, con una carta en la que le decía "la próxima vez no te cases con un guardia civil".

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A orillas del río Merderet, bajo un cielo gris normando y el verde apagado de la hierba escarchada, cantamos En la plaza de mi pueblo y La mauvaise réputation. Busquets es un hombre con modos y convicciones de hace cien años, favorable a las ideas libertarias porque las considera portadoras de "la verdad". A partir de 1950 comprobó cómo la mayoría de maquis caían en combate, bajo la ley de fugas o encarcelados y fusilados por el régimen. A él le detuvieron en Barcelona el 18 de octubre de 1949, en casa de la madre, después de una operación fallida de transporte de armas en la capital. "Massana me había advertido de los riesgos que corría, pero yo añoraba a la familia y la ciudad", reconoce. Interrogado y torturado en la Via Laietana, fue enviado a juicio sumarísimo: "Aquello fue una farsa. Me querían cargar a los muertos de la Rabassada y de la zona roja. ¡Pero si yo era pequeño, durante la guerra...!" De los condenados a muerte en la causa, sólo sobrevivió Busquets.

Dos décadas de cárcel

No se libró, sin embargo, de los veinte años de cárcel, a pesar de emplearse. "No me perdonaron ni un día. Por el contrario, me añadieron seis más que no constaban en ninguna parte", denuncia. De la Modelo le trasladaron al penal de San Miguel de los Reyes, en Valencia, donde cumplió parte de la condena. Allí las pasó magras, aprendió a tocar el trombón y exploró, una vez más, varios planes de fuga. En uno de ellos, mientras su compañero apretaba los barrotes de una ventana, él, para disimular el ruido, hacía sonar a pleno pulmón el trombón. De nuevo introdujeron dos pistolas en una maleta de doble fondo y Busquets las cargó encima, sujetas al cinturón, durante días, hasta que desistieron. Y a la tercera vez, con el cenetista Juan Gómez Casas y el preso común Sebastián Català, éste último los dejó en la estocada cuando ya bajaban, con unas trenzas de tela, por la fachada del edificio. Al precipitarse al vacío Busquets se quebró la cabeza del fémur.

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En los últimos tiempos de interno recorrió otros centros de reclusión como Carabanchel, donde el pedagogo Félix Carrasquer, invidente, le reconoció por la voz, y Burgos, donde le atendió, en calidad de médico, al preso psuquero Antoni Gutiérrez, Guti. Sin embargo, con quien trabó más amistad fue con Stuart Christie, un anarquista escocés —arrestado por llevar explosivos para atentar contra Franco— para quien Busquets logró una mensualidad de la CNT que recibía firmada, con humor, por unos chirridos que causaban furor extramuros: The Beatles.

El 18 de octubre de 1969 logró, por fin, la libertad. Había entrado en prisión con 21 años y salía con 41. Ciertos cambios sociales, entonces, le desorientaron: "Piensa, por ejemplo, que yo nunca había visto un semáforo". Obligado a presentarse en comisaría, y con dificultades para rehacer su vida, Busquets, al morirse la madre, se encaminó de nuevo al norte. En París se abrazó con Massana, y en 1974, en una estación de tren, cayó rendido por los encantos de una chica rubia normanda, Yvette, con la que abrieron una quesería, primero en París y después en Perpiñán, y tuvieron un hijo, Luis. En esa misma época, militantes de ETA lo fueron a buscar para conocer "los puntos débiles de la cárcel de Burgos, donde planeaban una fuga", y poco después, con la visita de Juan Carlos I a Francia en octubre de 1976, la gendarmería le confinó, con unas diez personas, en la isla de Bele-Île-en-Mer. Entre los desterrados estaban unos punkis, para él tan extraños como lo habían sido los semáforos.

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Rituales de un hombre sencillo

Sencillo hace vida sencilla. No le gusta derrochar ni un corteza de pan y se alegra si sus invitados apuran los platos y el vasito de Calvados. Solo los viajes a Catalunya y alguna causa de fuerza mayor le desvían del compromiso diario que ha adquirido con la mujer, que sufre Alzheimer. Por culpa de la enfermedad, Yvette ya no es Yvette, pero Joan sigue siendo Joan y cada tarde, alrededor de las tres, conduce hasta la residencia, se sienta con ella en el comedor, la coge de la mano y le pregunta cómo está. Acto seguido suben a la habitación, donde repite la rutina de encender el televisor y poner un documental de Georges Brassens, se le sienta cerca, le mima y le da un beso de despedida. Esa hora y media forma parte de un ritual en memoria de medio siglo de amor y de convivencia, de cariño hacia una mujer a la que él siempre se refiere como "el anarquista que no sabía que era".

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Después de años en Francia, el catalán que gasta se ha rellenado de palabras francesas como avec, mais o tout. En Picauville es sabida la historia del vecino maqui, y el guardia urbano del pueblo muestra sus respetos frente al "luchador antifascista". Pero en Catalunya —Berga aparte—, Busquets es desconocido. Habiéndolo descubierto en una entrevista de Anna Costa en el Región 7, y habiendo recorrido 1.300 kilómetros para conocerlo, nos encontramos con un hombre activo y tenaz, que considera que vivimos en "una democracia de papel" y que está preocupado por el auge de la extrema derecha en toda Europa. En los próximos meses quiere desplazarse a Bruselas para reclamar una pensión que le niega España. No lo hace por el dinero, dice, aunque le ayudarían a hacer realidad un museo de los maquis en Berga. Hasta el último aliento confía en mantenerse fiel a la responsabilidad que siente, como superviviente, en la defensa de "la dignidad y reconocimiento de los maquis".