Reportaje

Parejas que comparten profesión: "Nos comprendemos y nos apoyamos"

Hablamos con testimonios sobre cómo es el hecho de convivir (y amar) a una persona que tiene el mismo oficio

BarcelonaEn las parejas, los dos universos se entrelazan. Dos mundos que confluyen y que, con las desavenencias propias de la relación, se ponen en juego todos los días. Cuando, además, los miembros tienen la misma profesión, ¿qué ocurre con esta fusión de amor y trabajo? A menudo aflora la comprensión por entender las particularidades del trabajo del otro, que es la misma. La pasión que sienten por el trabajo es muy similar, lo que refuerza aún más esa unión. Pero un exceso de cosas positivas puede ser también contraproducente. Llevarse el trabajo a casa o hablar siempre de lo mismo pueden obstaculizar el vínculo. Si, además, ambos miembros trabajan juntos en el mismo espacio o en el mismo proyecto, es vital buscar momentos personales para que la relación respire. En la peor de las situaciones, puede surgir cierta competencia, envidia o rivalidad por el otro. Cuando se llega a este punto, desgraciadamente, el final estará cerca. Pero, en el mejor de los casos, entre las parejas, antes que el trabajo, siempre está el amor: ese latido que lo vence todo. Ubi concordia, ibi victoria: donde hay unidad, hay victoria. Hablamos con seis parejas sobre cómo es el hecho de convivir (y amar) a una persona que tiene la misma profesión.

Sílvia Munt y Ramon Madaula, actores

Verdades de amor en el espacio de creación

Silvia Munt y Ramon Madaula se conocían de vista porque habían coincidido en algunos actos. Munt quería ser bailarina de danza clásica y estudió la carrera en el Royal Ballet de Londres hasta que la escritora Mercè Rodoreda la escogió para ser Colometa en La plaza del Diamante. En 1991, un director de teatro contactó con ella, que ya era conocida, para que fuera la protagonista de su obra junto con el actor Ramon Madaula, que en ese momento ya se dedicaba al teatro desde hacía años. Ambos se encontraron en una cafetería para hablar y se dieron los teléfonos para acabar de concretar si cogían el proyecto. Por la misma tarde, se produjo la llamada de confirmación y, en efecto: a ninguno de los dos le encajaba la propuesta. No les hacía el peso, pero ese encuentro supuso el inicio de su relación. "Nos encontrábamos y estábamos bien juntos. Entonces, ya había complicidad", detalla Madaula.

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Comparten profesión y, sobre todo, lo que llaman "espacio de creación". Munt, aparte de actriz, es directora de cine y Madaula –que estudió en el Institut del Teatre de Barcelona y empezó a trabajar en la profesión en 1982–, aparte de actor, también elabora guiones. En casa, uno y otro se leen los textos. "Dedicándonos a lo mismo es más fácil comprendernos", afirma Munt, de 67 años. "Nos apoyamos. Hay épocas en las que nos volvemos monotemáticos. Uno llega a estar como obsesivo hablando del mismo y la otra persona te da la almohada que necesitas. Te entiende", subraya ella. Madaula, de 62 años, añade que, además, "tienes el convencimiento de que la otra persona te acabará diciendo la verdad y te la dirá con amor sin destruirte". Se hablan desde esa mirada: "Es importante decir la palabra justa porque en el proceso de creación, rodaje o estrenos uno está muy sensible", admiten. Hablan, debaten, proponen y, a veces, de tanto darle vueltas alguna de sus tres hijas sale a preguntarles si hay que volcarse tanto en el trabajo. "Pero este trabajo –recalca Munt– o te lo tomas así o no lo puedes hacer".

Aunque han trabajado juntos en varios proyectos, prefieren no hacerlo. "Nunca lo forzamos, porque si es a menudo desgasta a la pareja", concreta ella. Munt se ha convertido para Madaula en "el punto de mira de todas las cosas". "Es más que una pareja. En la familia es nuestro puntal", asegura el actor, que se encuentra inmerso en un espectáculo. A ella, Madaula le aporta racionalidad. "Me estabiliza", confiesa Munt, que está a punto de entregar un guión de un documental. Munt explica que dio el paso a escribir porque "había cosas en las que no estaba de acuerdo por mi forma de entender la vida o el trabajo. Sentía una gran contradicción. Por eso, necesité escribir mis propios guiones". Lejos de coger aviones, porque ya han cogido a muchos, ahora que sus hijas son mayores y tienen algo más de tiempo para ellos, prefieren la tranquilidad de mirar una buena película en casa, hacer salidas con el coche, ir al cine, a ver teatro o ballet. Juntos como el primer día y con la misma complicidad de gustos literarios, musicales y teatrales.

Maria Illa y Jordi Freixenet, bomberos

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Acompañamientos que no se borran y complicidades compartidas

Aunque para muchos son héroes, ellos aseguran que "hacen su trabajo". Mientras estaba de servicio, Maria Illa, de 28 años, bombera, tuvo que salir con sus compañeros del parque de Rubí –donde trabajaba, ahora está en el de Granollers– para asistir a un accidente. Estuvieron dos horas excarcelando a una persona atrapada dentro de un coche. "Fue un milagro. La mujer no tuvo ninguna secuela", recuerda. Su pareja, Jordi Freixenet, de 31 años, también bombero, que trabaja en el parque de Badalona, ​​participó, recientemente, en las labores de salvamento del accidente de la C-32 en Pineda de Mar, donde un autobús quedó de pie y atravesado en la boca de un túnel. "Al sacar a las víctimas, ya veíamos que algunas estaban mal", cuenta aún con el recuerdo vivo de la experiencia. "Es un trabajo precioso y espectacular, pero igual de importante como cualquier otro", asegura Illa.

Una vez llegan a casa, los dos –que son pareja desde que estudiaban en la escuela de bomberos, donde se conocieron– siguen hablando de rescates, incendios, excarcelaciones, salvamentos... "Nos gusta mucho lo que hacemos. Aprendemos el uno del otro. Si lo hubiéramos resuelto diferente, nos lo decimos para aprender". La montaña también les une. Con los horarios que tienen, sin embargo, con turnos de 24 horas, deben organizarse porque no siempre coinciden: "Cuando uno propone hacer una actividad, nos cuesta decir que no porque ambos queremos hacerla y nos gusta compartirla. Pero después de una guardia, y más si ha sido intensa, estamos cansados ​​y también es importante que lo que ha trabajado." "La mayoría de gente debería justificarse. Entre nosotros no necesitamos contárnoslo mucho porque hacemos el mismo trabajo", indica Freixenet.

Durante medio año coincidieron en el parque de Maçanet de la Selva. Sin embargo, sólo estuvieron juntos dos guardias y el resto de días tenían turnos separados. En el cambio de guardia, aparte de saludarse, siempre había algo que recordar de la logística familiar. "Preferimos parques diferentes y turnos diferentes. Así cada uno tiene su propio espacio. El parque también es nuestra familia", subraya ella, que siempre se ha sentido bien acogida en el cuerpo por ser mujer. "Pese a ser un trabajo exigente físicamente, la fuerza no es la calidad más destacada que debe tener una persona para ser un buen bombero o bombera". Isla explica, por ejemplo, que saber acompañar a las víctimas es clave. Es el caso del accidente en el que participó en la excarcelación. "Que la persona afectada tenga un buen apoyo hace que la recuperación sea más fácil. El trauma se vuelve más leve. Aquella mujer probablemente no se acuerda de nosotros, pero nosotros sí: en este trabajo te quedan los nombres y también las caras", asegura.

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Kimberly Raluy y Omar Marton, acróbatas

Miradas bajo el cobijo del circo

Detrás de las cortinas, justo cuando la acróbata Kimberly Raluy, de 27 años, está a punto de salir a pista para mostrar uno de sus espectáculos, Omar Marton, su pareja, también acróbata, de 39 años, la mira y, en la distancia, le arroja un beso de aquellos que no hace falta poner palabras. Cuando después es él al que le toca salir para realizar la actuación con su hermano, entonces es Raluy quien se va a un lateral de la pista y, desde allí, le observa. Antes del último truco, coinciden en la mirada y, a ambos, se les dibuja una sonrisa cómplice. Se tienen.

Marton aterrizó en este circo, propiedad de la familia Raluy, hace dos años. Lo contrataron como tantos otros artistas que forman parte del equipo de esta estirpe circense. Más que conocerse, en un principio, simplemente coincidían a menudo entre las caravanas antiguas del circo histórico, en el montaje y desmontaje de la carpa o los diferentes entrenamientos. Siempre dentro de una extensión máxima de 3.000 m2. "Aquí en el circo las relaciones van muy rápido porque todo ocurre en un mismo espacio", asegura Raluy. Con la proximidad de vivir dónde trabajas, esas coincidencias se convirtieron en lo que Marton ya intuía desde un inicio: una relación estable. Él, de hecho, confiesa que quedó admirado nada más verla.

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Entregados a lo que tanto les gusta, procuran no hablar sólo de circo. "De viajes, series, gastronomía...", concreta ella. Aunque, inevitablemente, la conversación en algún momento u otro siempre devuelve allí. "Podría haber competencia entre nosotros como artistas que somos, pero, por el contrario, nos comprendemos y nos apoyamos. También nos damos ánimos cuando hace falta. Ahora bien, cuando me da consejos en un momento que estoy enfadada conmigo misma por algo que no me ha salido como esperaba, no les encajo nada bien", admite Raluy, que transmite Raluy. Según Marton, "en el circo, a menudo, todo es cuestión de segundos e, inevitablemente todos pasamos momentos de mucha tensión". Sin embargo, él aporta calma y serenidad en esta relación que viaja de Vic a Girona; de Badalona a Terrassa o de Manresa a Sant Cugat del Vallès y, así, hasta un centenar de ciudades al año, unas dos semanas en cada municipio. Raluy convive con toda la familia instalada en las diferentes caravanas: su hermana, con la que juntas hacen un número único en el mundo de icarios, sus padres, que también trabajan, Kovy, el perro Jack Rassel, de 12 años, de Raluy... Un pueblo circense, fundado en 1984 y donde todos hacen casi de todo. Marton, que es la cuarta generación de artistas de circo, sabe perfectamente lo que esto significa. Uno de los sueños de esta pareja de acróbatas es viajar a Japón porque a ambos les encanta la comida asiática. Un lugar al que ir, esta vez, sin el cobijo del circo.

Núria Masnou y Pere Rimbau, médicos

Navegantes de bata blanca

Los Reyes Magos le trajeron un traje de enfermera a Núria Masnou. Al verlo dijo que no era lo que había pedido porque tenía claro que quería ser médico. En su familia, en su mayoría, son maestros y sólo ella está relacionada con la medicina. En cambio Pere Rimbau, de 60 años, su marido, proviene de una estirpe de médicos. Se conocieron mientras estudiaban en la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) a través de un amigo en común. Rimbau aparecía a menudo con su moto, una avispa verde pintada por él mismo. "Por el color, le decíamos el moco. ¿Qué, te has mocado?", preguntaban las compañeras de piso en referencia a la moto. "Al estar ambos de Girona, subíamos y bajábamos juntos los fines de semana en coche", añade esta doctora, de 59 años, que trabajó unos años en Vall d'Hebron y después como intensivista en el hospital Josep Trueta.

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Precisamente, en cuidados intensivos es donde coincidió con su marido, que en ese momento era adjunto de urgencias en el hospital. Ambos hacían guardias de 24 horas, debían tomar decisiones rápidas y, en casa, estaban las dos hijas en común, la logística de las extraescolares... "La asistencia inicial de un paciente se hace en urgencias, donde estaba él, pero dependiendo de la gravedad del caso también se activan equipos de disciplina. asistencial. Tanto él como yo queríamos quedárnoslo porque a los dos siempre nos han gustado los retos", comenta Masnou, que actualmente es coordinadora de donación y trasplante de órganos y tejidos y referente de eutanasia de los hospitales del Institut Català de la Salut (ICS). "Durante los más de 15 años que coincidimos en trabajos similares, acordamos que en casa sólo se hablaría de un caso porque sino todo el día habríamos hablado de trabajo y podíamos ir a la greña", explica Masnou. Ahora la situación ha cambiado. "En casa debatimos de cosas más filosóficas, porque ya no nos pisamos el terreno", dice Rimbau, que actualmente lidera el área de admisión de programados del hospital.

Sienten devoción por el mar. Ambos son capitanes y desde hace unos años cogen el barco sin destino concreto. "Depende del viento nos dirigimos a uno u otro rumbo. El barco manda y el tiempo meteorológico, también", aseguran. Cuando las hijas eran pequeñas, navegaban juntos un mes seguido. Por las noches se reparten la guardia marítima: de dos a tres horas, dependiendo del tiempo. La primera, desde las 24h a las 3h, la realiza Masnou. Es una actividad placentera bajo las estrellas. "Posiblemente, por ser médicos, tenemos un plus de seguridad, que nos permite ser más atrevidos en el mar. Saber que puedes solucionar un problema de salud que surja te da tranquilidad y saber que no lo puedes solucionar, también", asevera Masnou. Eso sí, no se olvidan del botiquín. Prácticamente la única referencia a la medicina en sus viajes marítimos.

Carme Pigem y Ramon Vilalta, arquitectos

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Cuando amor es todo y compartir no es competir

En su estudio, Carme Pigem y Ramon Vilalta consideran que es hora de volver a la naturaleza porque actualmente la arquitectura, que nació para ser abrigo del entorno, se ha alejado demasiado del paisaje. La obra de estos dos arquitectos olotenses –pareja desde 1982 después de conocerse en la Escuela de Arquitectura del Vallés y que forman equipo con Rafael Aranda en el taller creativo RCR– tiene, precisamente, como constante los límites desdibujados entre lo que está dentro y fuera, entre arquitectura y paisaje.

Rehuyen de la compartimentación, lo que también trasladan a la vida personal. Entienden su relación en el ámbito más íntimo como un todo. Sin pautas, aseguran que si una palabra los define en lo familiar es "fluidez". Nunca se han planteado cómo estructurarse para estar bien en pareja, simplemente son. Y, con esto, todo avanza. Pese al alcance y la importancia de los proyectos que realizan, si en casa uno de los dos no quiere hablar de trabajo y prefiere descansar, se respeta. No hacen de ello un debate, a diferencia del despacho, donde allí sí por motivos profesionales hay mayor intensidad en determinadas conversaciones, en las que también participa Aranda, porque cada uno, dicen, "es como es".

Pigem, de 62 años, y Vilalta, 64 años, llevan muchos años compartiendo unidad en la profesión y en la pareja, y, seguramente por eso, apuntan a que se les hace difícil entender cómo puede ser una relación donde no se da este hecho. Lo que lo liga todo, según ellos, es el amor tanto por el proyecto en común de la arquitectura como por la pareja, porque están con quienes tienen ganas de estar y hacen lo que tienen ganas de hacer. Este amor, cariño y donación que existe entre ambos también está presente en el trabajo. Según explican, para que algo fructifique debes estar dispuesto a dar mucho de ti. Por eso, para ellos, compartir no es competir.

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¿Cómo lo hacen aquellos que no están juntos en el trabajo y llegan a casa con mundos tan diferentes el uno del otro? Se preguntan. Con una mirada y pocas palabras, se entienden. También en el trabajo con Aranda. Ambos y tres se equilibran, ya que después de vivir alegrías con premios (fueron galardonados con el reconocido premio Pritzker) y experiencias profesionales de reconocimiento, creen que uno solo probablemente sería más difícil de llevarlo bien y con la humildad que le corresponde.

Cuando viajan no están pendientes de la arquitectura, al menos eso es lo que han transmitido Pigem y Vilalta a sus dos hijas, y en los encuentros familiares tampoco se habla mucho de arquitectura. Pero más allá de eso, la arquitectura siempre está latente. Ahora bien, sin parcelas ni fronteras, sino entendida como una globalidad entre uno y otro. Por eso, prefieren huir de las declaraciones individuales. Todo se une, como en la sala de reuniones de su despacho, donde uno no sabe si está dentro o fuera: del exterior caen sobre la mesa las hojas de los árboles en una fusión de arquitectura, paisaje y amor.

Carles Lama y Sofia Cabruja, pianistas

Una vida a cuatro manos

Los pianistas Carles Lama y Sofia Cabruja sienten la emoción de la música por igual. Probablemente esto sea lo que les hace tener, durante las actuaciones a cuatro manos, una sincronicidad única. Formaron dúo en 1987 y –aunque mucha gente no lo sabe, porque, de hecho, ni sale a la presentación de su biografía– son también pareja desde hace 37 años. "Nos sentimos afortunados porque muchas parejas que son músicos no son capaces de tocar juntos. Y otras parejas de músicos que eran matrimonio acabaron rompiendo", detalla Lama. Es la vocación, tanto de Lama, de 54 años, como Cabruja, de 59, la que, según dicen, "lo salva todo".

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Durante los largos trayectos en avión –en Nueva York, Filipinas, China, Japón, Argentina, Finlandia o Alemania, entre otros muchos escenarios de todo el mundo– aprovechan para hablar de proyectos futuros y cuando llega la hora del concierto si uno de los dos (o los dos) tienen mal día, el piano lo arregla todo. "La música nos hace trascender. Te ayuda a relativizar las cosas mundanas del día a día. Es como si el piano, cuando tocamos juntos, se convirtiera en el rincón de pensar de la pareja", ironiza Lama. Cuando las diferencias llegan –que también hacen acto de presencia– es por la diferente interpretación que hace uno u otro de determinados compases. Con paciencia y evaluaciones constructivas, lo solucionan. "Lo hablamos. Procuramos escuchar y comentar mucha música juntos para unificar criterios y, sobre todo, apartar los egos, para que no toquemos solos. Del mismo modo debemos repartirnos el piano y compartir cruces de manos para que toquemos en un espacio limitado. Lo que hacemos es conjunto. Trabajamos por un mismo resultado", afirma Cabruja.

Aunque la música siempre forma parte de ellos, a ratos queda más en segundo plano. "¡También cocinamos juntos! Lo que no hacemos juntos es mirar el fútbol. A Sofía le gusta mucho. Yo prefiero más la lectura", confiesa Lama. Ninguno de los dos se imagina interpretando nada que no sea el piano, instrumento que les unió cuando estudiaban en el Conservatorio de Música cuando una profesora tuvo la idea de que ambos tocaran a cuatro manos para un concierto.

Antes de las actuaciones, se dan las manos y se dicen el uno al otro: ¿vamos a pasarlo bien? Y con esta buena sintonía salen juntos en el escenario. Un momento para ellos sagrado, donde lo más difícil, según Lama, ha pasado ya entre bambalinas. "Diez minutos antes de salir al Carnegie Hall de Nueva York a interpretar la ópera Goyescas, ella llevaba un traje diseñado y cosido especialmente para la actuación. Le rompí la cremallera mientras se la subía. Una mujer nos dejó unos imperdibles gigantes para sujetarle bien y salimos a tocar", recuerda Lama. Desde entonces, Cabruja siempre lleva un traje de repuesto, que de momento no ha tenido que utilizar nunca. "Subir cremalleras es un verdadero momento de alta tensión", concluye él con una sonrisa.