Ricky Gervais pasó ayer jueves por Barcelona con una discreción impropia de una celebridad del humor que viene a presentar su nuevo monólogo. Parece que venga de incógnito. La repercusión en los medios de comunicación ha sido prácticamente inexistente. En el Centro de Convenciones Internacional de Barcelona no existe ningún reclamo del espectáculo. Ningún cartel, ninguna banderola, ninguna fotografía de Ricky Gervais. En ningún sitio se puede leer el nombre de su show. Ni fuera en la calle ni dentro del recinto. Es como si asistiésemos a un espectáculo clandestino. Como si fuera un secreto quién saldrá al escenario. En el enorme vestíbulo se hace una cola larguísima para comprar una bebida en el bar. Se llama Cash Bar, pero un cartel en una pantalla advierte de que solo se acepta pago con tarjeta. Ironías de la vida.
Las butacas se van llenando y en el auditorio se respira un ambiente relajado y bastante silencioso. Una luz azulada ilumina el escenario e inyectan un humo vaporoso que parece querer potenciar el misterio. Dicen que Gervais elige las canciones que se van oyendo antes del espectáculo. Suena The passenger, de Iggy Pop, y Werewolves of London, de Warren Zevon. Con puntualidad británica aparece el telonero que nadie esperaba, Sean McLoughin. El propio humorista bromea porque el público siempre le da una bienvenida efusiva creyendo que será Gervais el que saltará al escenario. Tiene que servir para probar el entusiasmo del público y, sobre todo, el nivel de inglés general de la sala. Después de media horita de chistes bastante anodinos vuelve la banda sonora ambiental. The times they are A-changing, de Bob Dylan, y Eve of destruction, de Barry McGuire. Los títulos de las canciones conectan con esa mirada catastrofista que parece anticipar el título del espectáculo: Armageddon. Pero justo antes de que aparezca el gran protagonista suena What a wonderful world, tal vez como punto de sarcasmo.
Por fin sale Ricky Gervais. El público lo recibe entusiasmado. Una letra A gigante se mantiene iluminada de fondo en el escenario. El humorista nos advierte de que se ha hecho del movimiento Woke. Un contrasentido viniendo del máximo detractor de la corrección política. La gente lo aplaude. También precisa, burlón, que es antifascista. Como si fuera una condición que hoy en día fuese obligatorio especificar para subrayar la bondad personal. Una vez más, como en sus otros espectáculos, Gervais retrata las contradicciones sociales y la forma en que a menudo se pervierte el lenguaje. De manera descarnada se ríe de cómo perdemos el tiempo en los detalles mientras el mundo es devorado por grandes atrocidades. “Estamos en el mejor momento de la historia para tener sesenta años. Todos los que ahora tienen veinte, cuando tengan mi edad, estarán encerrados en casa con una máscara para respirar y llorando”. Gervais va desgranando su discurso apocalíptico, presumiendo de sus propios privilegios y recordándonos cómo acabará la humanidad por culpa del cambio climático, las armas nucleares y las pandemias. Pero sobre todo por la estupidez humana. Después de algún gag absolutamente pasado de rosca nos precisa: "Esto no saldrá en Netflix". Al final, como clausura, hace un breve discurso para intentar separar a su yo comediante de su yo real. Es innecesario si te has esforzado en leer los mecanismos internos para construir su humor. Una precisión decepcionante. Pero una forma de constatar su poca fe en la humanidad.