20 años del Estatut
El día 30 de septiembre de 2005 se selló un gran pacto de país que hizo posible el nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña. El contexto de ese momento se podría resumir así: había bonanza económica, en Catalunya gobernaba el primer tripartito con Pasqual Maragall de presidente, CiU era la primera fuerza del Parlamento con 46 diputados después de haber ganado las elecciones contra todo pronóstico, y en España gobernaba el PSOE de Rodríguez Zapatero tras la guerra de Irak y de los a Irak. Y un dato añadido, no menor: Zapatero había prometido solemnemente que avalaría el Estatut que saliera del Parlamento catalán.
La política catalana de ese momento giraba casi de manera exclusiva en torno a la propuesta de nuevo Estatut. Era el gran tema, como después lo fue el proceso soberanista en años posteriores. La gran diferencia, sin embargo, descansa en que el Estatut era una apuesta por agrandar al máximo el autogobierno pero dentro del marco constitucional y, en cambio, el Proceso era un conflicto constitucional de primer orden, derivado en buena parte de la sentencia del Tribunal Constitucional que había mutilado el Estatut pactado en Madrid y aprobado en referéndum vinculante por el pueblo.
Aprovecho este aniversario, 20 años, para hacer algunas reflexiones que se proyectan sobre la actual situación de la política en nuestro país. El primer pensamiento que me viene a la cabeza tiene que ver con el concepto de la perseverancia y de la voluntad. Cataluña lleva dos décadas dibujando horizontes nacionales potentes, luchando mucho y consumiendo muchas energías, pero sin el éxito esperado. Esta lucha tiene todo el sentido, porque nuestro país no puede desplegar todas sus potencialidades sin una mejora substancial de su autogobierno y de sus recursos. Ni tampoco puede dar una respuesta satisfactoria a los problemas que se acumulan en una sociedad de 8 millones de personas, con las tensiones que provoca un crecimiento demográfico fruto exclusivo de la inmigración. Por tanto, si Catalunya quiere mantener un proyecto ambicioso de país, alejado de la mediocridad y del conformismo estéril, debe seguir afanando para ganar soberanía y para reforzar el proyecto europeo, único paraguas que en caso de tormenta fuerte nos puede proteger un poco.
Una segunda reflexión que deriva del pacto del Estatut, que reunió al 80% de los diputados del Parlament de aquella época, consiste en afirmar que los grandes temas de país requieren grandes pactos de país. No hace falta que sean muchos, pero deben estar bien elegidos. Sé por experiencia que pactar desde la oposición no resulta fácil, pero quien además de ejercer la oposición quiere ser percibido como alternativa de gobierno debe estar dispuesto a pactar temas de envergadura, poniendo condiciones para defender el proyecto propio. El Estatut se hizo así. La defensa del derecho a decidir también con mayorías no tan sólidas pero a pesar de todo consistentes. Añado a esta reflexión que, en un gran pacto, quien tiene más mérito es quien está en la oposición, porque su papel es más difícil y desagradecido, pero quien tiene más responsabilidad es el gobierno, que debe saber ceder más. Creo que en la mesa de la política catalana se apilan temas de grosor que justifican una aproximación como la que apunto en estas líneas.
Otro pensamiento que deriva del pacto del Estatut gira en torno a aquella utopía que si en Catalunya nos ponemos de acuerdo, en Madrid lo darán por bueno y nos harán caso. La historia reciente demuestra que ponerse de acuerdo en Cataluña es condición necesaria pero no suficiente. Cuanto más ambicioso resulte el proyecto que plantea Catalunya, mayor oposición habrá en Madrid. El Estado encontrará la forma de diluir la propuesta catalana, de posponerla hasta que se derrita o de destruirla directamente. Esta evidencia no debe detenernos ni en el pacto ni en la propuesta, pero no podemos vivir de un espejismo que se desvanece al poco de aparecer en el horizonte.
Una Cataluña políticamente fragmentada y socialmente en tensión debería ser un escenario evitable. En el momento de aprobarse el Estatuto había cinco formaciones políticas en el Parlament; ahora hay ocho. Cataluña tenía poco más de seis millones de habitantes; hoy tiene más de ocho, y creciente. Si no ponemos el proyecto de país al día, no sólo perderemos oportunidades, sino que provocaremos grietas que nos podemos ahorrar. No hay soluciones ni mágicas ni milagrosas, como vemos en otros países más desarrollados, más acomodados y con mayor calidad democrática que el nuestro. Y, sin embargo, no vale resignarse ni rehuir los retos que tenemos delante. En mi opinión, hay que identificar unos pocos temas realmente nucleares, pactar y liderar. Y tener presente que, si así lo hacemos, en Madrid no nos esperarán con los brazos abiertos, dispuestos a complacernos. Pero si no lo hacemos así, en algún momento deberemos asumir el mea culpa como país.