30 horas: un experimento lingüístico

1. Aviso, de entrada, que este artículo tendrá un giro final que le puede poner de mal humor. Tanto como me puso a mí este sábado. Por razones laborales he pasado treinta horas en Ciutadella. Se celebraba la vigésima edición de la Feria del Libro en Catalán y me invitaron a hacer la charla en el Vermut Literario del sábado. En la diáfana plaza des Born, quizás una de las ágoras con mejor claridad de todo el Mediterráneo, había una carpa necesaria para prevenir de las lluvias de octubre o de los patacos de sol que nos habrían quemado el caparazón. Dentro, siete de las ocho librerías que hay en Menorca tenían la parada con el tendido de libros en catalán y la bandera como faldón, una costumbre que hemos normalizado sin darnos cuenta de lo absurdo que es usar la bandera de un país como gran sábana tapa-piernas. En una isla con cien mil personas empadronadas –más o menos como Sant Cugat– hay ocho librerías. El ratio no está mal. Mejor aún es el gentío que ha pasado por esta feria, que sólo dura dos días. El viernes, muchos escolares. El sábado, una muchedumbre de familias que barajaban libros e iban de parada en parada sin prisa alguna.

2. Lógicamente, todos los actos de la Fira estaban en catalán. Dentro del recinto sólo se hablaba una lengua, pero quise ver qué pasaba fuera, en la calle, en las tiendas, en la vida. Lo que en el Principado nos preocupa tanto del uso social del catalán. No iba a Menorca desde antes de la pandemia y, en la última ocasión, fue a finales de julio, cuando la carretera entre Maó y Ciutadella es una fila india de coches y turistas por doquier. Mi trabajo de campo de bolsillo, de este fin de semana de otoño, tiene un resultado que me ha sorprendido. Viví únicamente en catalán durante treinta horas. Hice tres comidas en tres restaurantes y no sólo tenían las cartas en catalán –y también en castellano, francés, inglés y alemán–, sino que todos los pedidos fueron hechos y tomados en catalán. Fui a cuatro cafeterías, entré en dos tiendas, compré un diario y charlé con la recepcionista del hotel. Incluso en el aeropuerto me atendieron siempre en catalán. El varapalo por el bocadillo de jamón de Enrique Tomás es el mismo en cualquier idioma. El problema era el cerdo ibérico, no el menorquín con el que me despacharon.

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3. El viernes por la noche estuve de suerte. En el Teatro des Born, en uno de los edificios señoriales de la misma plaza, celebraban un homenaje a Joan Pons, uno de los mejores barítonos de todos los tiempos. Un ciudadano como él, un hombre que ha inaugurado temporada en la Scala de Milán y que tiene el récord de haber sido contratado durante veinticinco años seguidos por el Metropolitan Opera House de Nueva York, era profeta en su casa. Le hacían un tributo al teatro en el que había debutado más de cincuenta años atrás. Aún quedaban localidades en primera fila del gallinero y, nueva sorpresa, las entradas eran gratuitas. El espectáculo, de dos horas, que combinaba entrevista a la estrella con vídeos de sus actuaciones, fue todo en menorquín. Cuando la normalidad da sensación de victoria, mal está.

4. El sábado, después del vermut literario y mientras hacía tiempo para ir a ver al Barça-Girona con los culés abrumados de la Peña Barcelonista de Ciutadella, me senté en un banco callejero. Una esquina más abajo había un restaurante con terraza. Tras pagar, dos matrimonios que no llegaban a los cuarenta años se levantaron para hacer el cigarrillo y estirar las piernas. Hablaban en castellano y, justo al pasar por delante, una de ellas dijo: "Qué bien que Menorca no es como Cataluña, que te hablan en catalán todo el rato". Todos le dieron la razón y la otra mujer todavía lo remachó: "Sí, pero ahora la chica que nos ha cobrado ha dicho «adiós»".