¿Acuerdo migratorio?

Desde el 2015 Europa vive atemorizada por la posibilidad de una nueva crisis migratoria. Entonces Angela Merkel pronunció su famoso “yes, we can”, refiriéndose a que Europa sí podía acoger a los refugiados. Pero inmediatamente después Europa dijo basta. Desde entonces vive obsesionada por que no se vuelva a repetir. Es el 11-S europeo, recuerda el politólogo búlgaro Ivan Krastev. Pese a ese miedo, la UE ha tardado ocho años en cerrar un nuevo pacto migratorio. El objetivo es doble: sellar las fronteras europeas y distribuir de forma más equitativa la responsabilidad entre los estados miembros. ¿Pero realmente hay acuerdo?

Sobre todo, hay prisa. A nivel europeo no se quiere llegar a las elecciones europeas de junio de 2024 sin haber mostrado unidad y determinación en el tema migratorio. No hacerlo daría alas a los discursos euroescépticos y de la extrema derecha sobre la incapacidad de los gobiernos europeos de darle respuesta. Además, nadie quiere llegar a las presidencias europeas de Hungría y Polonia, países que rechazan directamente la necesidad de un acuerdo. A nivel nacional, en un contexto de aumento de las llegadas y solicitudes de asilo, gobiernos como el de Alemania o Italia tienen una necesidad imperiosa de calmar los ánimos internos. Y sobre Alemania se cierne de nuevo el fantasma de la extrema derecha.

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Hay prisa, pero también existe cierto acuerdo, sobre todo en determinados temas. El vicepresidente de la Comisión Europea, Margaritis Schinas, define el pacto como una casa de tres plantas: la primera, centrada en las relaciones con terceros países; la segunda, en el control de fronteras externas, y la tercera, sobre el reparto de la responsabilidad entre estados miembros. Existe acuerdo sobre todo en la primera y segunda plantas. La tercera sigue siendo una olla de grillos. Sobre la primera, existe consenso en que los terceros países son imprescindibles para contener las llegadas irregulares. Nadie lo duda. El problema son las consecuencias: depender de estos países nos deja en sus manos y no existe ningún régimen que acepte con agrado el retorno forzado de sus ciudadanos. Además, acuerdos con gobiernos como el de Túnez aún despiertan ciertos recelos y no siempre llegan a buen puerto.

En la seguna planta, la de la frontera, el pacto permite retrasar el registro de los solicitantes de asilo, instaurar procedimientos de asilo fronterizos de segunda categoría y ampliar el tiempo de detención en frontera. En pocas palabras, rebaja estándares y legaliza lo que hasta ahora era directamente ilegal. El reglamento de crisis, el último que quedaba por aprobar, no hace más que agravarlo. El resultado es la creación de espacios liminales y de excepción; liminales porque se pone en duda que se haya llegado a atravesar la frontera, y de excepción porque, en tanto que en tierra de nadie, ciertas leyes (y, por tanto, derechos) dejan de aplicar. Era una de las demandas de Meloni. Al mismo tiempo, la retención y concentración de los procedimientos en frontera no hace más que reforzar el papel de Grecia, Italia y España como principales guardianes de la frontera del sur de Europa.

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Por último, la tercera planta sigue cogida con pinzas. Por un lado, el pacto abandona la pretensión inicial de distribuir a los solicitantes de asilo de forma más equitativa entre los estados miembros. No habrá cuotas de reubicación obligatorias. Ahora la solidaridad se ha convertido en una cuestión de multas, los famosos 20.000 euros por solicitante de asilo que no se haya querido aceptar. Pese a ser un acuerdo de mínimos, Polonia y Hungría ya han dicho que lo consideran ilegítimo. Por otro lado, el sistema de Dublín –el mismo que Angela Merkel dijo en 2015 que no funcionaba– sigue vigente e incluso reforzado. Por ejemplo, se duplica de 12 a 24 meses el período durante el que un solicitante de asilo que haya pasado por España puede ser devuelto desde Alemania. De nuevo, el peso recae sobre los primeros países de llegada. Mientras sigamos con un reparto desigual, seguiremos con un sistema disfuncional.

¿Existe, pues, acuerdo? Queda por ver cómo se encaminan las negociaciones con el Parlamento Europeo y, en caso de aprobación, cómo se materializaría en la práctica este equilibrio precario entre voluntades no solo divergentes sino claramente inflamadas por la politización de la inmigración en sus respectivos contextos nacionales. Pero sí, podríamos decir que hay acuerdo, al menos de cara a la galería. Así lo ha presentado el gobierno español, orgulloso de que sea bajo su presidencia del Consejo de la UE. Ahora bien, de nuevo las palabras y hechos difieren. Los titulares están de acuerdo, los gestos van en otra dirección. Granada ha sido el escenario: mientras Sunak y Meloni convocaban una reunión a seis bandas (Reino Unido, Italia, Francia, Países Bajos, Albania y la Comisión Europea) para discutir “otras” medidas para detener las llegadas irregulares, Orbán llegaba a la ciudad declarando que Hungría y Polonia habían sido "legalmente violadas" por el pacto.