En algún momento en mi juventud me di cuenta de que en todos mis problemas amorosos siempre había ciertos puntos en común. Las mismas dinámicas tóxicas se repetían una y otra vez, como en un disco rallado ad infinitum en el tocadiscos de mi inteligencia emocional. Los primeros meses con otra persona eran maravillosos, llenos de fuegos artificiales y mariposas en el estómago, pero según nos acercábamos al año de pareja aparecía revoloteando puntualmente una sensación de frustración. Me sentía atada, encadenada, como si mi existencia (y de rebote, mi identidad) dependiese de la persona con la que estaba decidiendo compartir mi vida. Por si aquello fuese poco, me resultaba inevitable desear a terceros y terceras tanto sexual como emocionalmente. El miedo y la falta de gestión ahogaban la relación en el secretismo. Yo seguía queriendo a mi pareja, pero era absolutamente incapaz de confesarle que podían gustarme otros. Tenía claro que mi comportamiento era dañino, pero de alguna manera me parecía lógico actuar así. Desde que soy pequeña todos los referentes a mi alrededor me han presentado un único modelo relacional: el de la monogamia. Has de amar a una única persona durante el resto de tu vida. Dar tu libertad a cambio de seguridad. Como si no existiese ninguna otra opción. Como si el amor en plural y el compromiso no fuesen compatibles. Era monógama por inercia, no por decisión propia. Entonces empecé a reflexionar ¿Qué pasaría si fuese yo misma quien decidiese los acuerdos a seguir dentro de mi relación, en vez de aceptar los que la sociedad me ha dado por defecto? ¿Podría estar con más de una persona de forma simultánea? Descubrí que estas ideas ya tenían nombre y habían sido pensadas y puestas en práctica por muchas otras personas antes de mi. Cambié el secretismo por la comunicación total y, con tiempo y mucha prueba y error, la frustración dio paso a una sensación cálida de amor intenso. Así fue cómo descubrí el poliamor. (Continuará...)