La americanización del tiempo

Hoy que todo queda grabado en las estaciones meteorológicas automáticas, ya se puede afirmar con datos en la mano que en algunas zonas del interior del país, durante este julio, que es un mes habitualmente seco, habrá llovido tanto como en el ya histórico mes de marzo en el que los aguaceros remataron la sequía episódica que arrastrábamos. Estamos hablando del mismo orden de cerca de ciento noventa litros por metro cuadrado en un mes, tanto en marzo como en julio. Cantidades desordenadas, eso sí, porque puede pasar una semana que no llueve y después caer sesenta litros en un solo día.

Pero el resultado es un paisaje de un verde resplandescente que recuerda más a la primavera que a los veranos de amarillo-marronoso, el mantenimiento de las reservas de agua y una bajada de las temperaturas igualmente descompensada: durante julio hemos tenido días de máximas de treinta y dos grados a novecientos metros de altitud, y en la última semana no hemos pasado de los veinte o veintidós, cosa que ha conllevado noches de sábana y colcha. Un lujo, para la época del año en la que estamos.

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Que el tiempo se va convirtiendo en un fenómeno de extremos ya lo comprobamos en el no menos significativo episodio de la DANA de hace quince días, que vino la misma semana que nos habíamos asado y los incendios habían quemado más de tres mil hectáreas en Paüls y Els Ports. Se está produciendo una cierta "americanización" del tiempo, una mezcla de fenómenos extremos, incluso violentos, con sus correspondientes llamamientos a la prudencia, y esto, combinado con la facilidad de encontrar previsiones oficiales y de los medios, vuelve a impulsar el tiempo como tema universal de conversación, pero ahora ya con grados de especialización. Y de preocupación.