Cómo animar una epístola
Pedro Sánchez es un hombre enamorado que escribe cartas. Hasta ahí, normal: el amor constituye una viga maestra del género epistolar. Lo más peculiar consiste en que este hombre no dirige las misivas a su amada, sino a nosotros. Y mientras nos cuenta lo mucho que quiere a Begoña, “una mujer trabajadora y honesta que reivindica su derecho a trabajar sin renunciar a ello por las responsabilidades de su marido”, nos explica lo malvados que son los jueces, los “tabloides digitales” o sus rivales de “la coalición ultraderechista”.
Van ya dos cartas. No son muchas y tienen, además, una ventaja: no piden respuesta. Pedro envía y ya está. Se trata de textos sobre los que uno no sabe muy bien qué decir, porque abundan en confusiones. Por ejemplo, ¿cuándo se enteró este hombre enamorado de que un juez había imputado a su mujer? Según dice en la segunda epístola a los ciudadanos, se enteró hace unos días. Pero su amada recibió la citación en tiempos de la primera epístola. ¿Le oculta cosas Begoña? ¿Nos las oculta él a nosotros? ¿Quién engaña a quién?
Sobre las hipotéticas mentiras no sé muy bien qué decirles. Pedro es un hombre enamorado que cambia de opinión con frecuencia. Recuérdese la amnistía. Y recuérdese la carta que el jefe indio Cuervo Ingenuo, también conocido como Javier Krahe, dirigió a un antecesor de Pedro: “Lo que antes ser muy mal, permanecer todo igual y hoy resultar excelente: hombre blanco hablar con lengua de serpiente”.
Como no hay dos sin tres, parece probable que sigamos recibiendo cartas del presidente enamorado. Y la cosa puede empezar a aburrir. Para evitarlo, ofrezco a Pedro un trío de variantes que le permitirán mantener nuestra atención.
Primera variante: la frase inesperada. Pablo de Tarso se hizo famoso por sus epístolas y, de hecho, consiguió organizar una religión a base de cartas. Hay una que destaca por su ingenio. Se trata de la dirigida a los Filipenses (ninguna relación con Felipe, el hombre blanco con lengua de serpiente) poco después del año 50 de nuestra era. Pablo da a los filipenses una gran noticia: está en la cárcel. La cosa arranca con emoción. Poco a poco, sin embargo, la emoción se diluye. La segunda noticia es menor, casi de intendencia: anuncia que los filipenses serán visitados por su amigo Epafrodito. Ah, vale. El propio Pablo nota que aburre al personal: “Volver a escribiros las mismas cosas para mí no es molestia”. Y entonces, zas: “¡Atención con los perros; atención con los embusteros; atención con la mutilación!”. Ojo, Pedro: una frase de estas salva cualquier carta de la monotonía.
Segunda variante: el colegueo machirulo. Supongo que a fuerza de cartas llegaremos a conocernos bien y que parecerá apropiado pasar de las invocaciones amorosas a los cotilleos sexuales. ¿Por qué no contarnos detalles íntimos? El modelo de esta variante podría ser la carta que Marco Antonio dirigió en el año 40 a su amigo Octaviano, futuro emperador. Marco Antonio está casado con Octavia, la hermana de Octaviano. Pero anda por ahí con la reina egipcia Cleopatra. Y lo cuenta con notable desparpajo: “¿Qué te pasa? ¿Protestas porque me estoy follando a Cleopatra?” [Ya ha tenido gemelos con ella]. “Y tú, ¿qué? ¿Eres fiel a Livia Drusila? Te felicito si, cuando esta carta te llegue, no te has acostado con Tertulia o Terentila o Rufila o Salvia Titisenia, o todas ellas. ¿De verdad importa tanto quién te la ponga dura?”. Las cartas de este tipo tienen el impacto asegurado.
Tercera variante: la amenaza legal. Ya que se refiere con tanta frecuencia a las conspiraciones de la ultraderecha, Pedro podría dirigirse directamente “al señor Feijoo y el señor Abascal (tanto monta monta tanto)” para advertirlos de que ellos, como la amada Begoña, pueden acabar también ante los tribunales. Quien mejor utilizó esa variante fue Groucho Marx. Hacia 1945, los hermanos Marx rodaban una película llamada Una noche en Casablanca. Jack Warner, presidente de Warner Brothers, los conminó a cambiar el título porque vulneraba los derechos de su compañía, propietaria de la famosa película Casablanca.
Groucho responde a Warner: “Aunque pensaran en la reposición de su película, estoy seguro de que el aficionado medio al cine aprendería oportunamente a distinguir entre Ingrid Bergman y Harpo”. Y sigue: “Ustedes reivindican su Casablanca y pretenden que nadie más puede utilizar ese nombre sin su permiso. ¿Qué me dicen de Warner Brothers? ¿Es de su propiedad también? Probablemente tengan derecho a utilizar el nombre de Warner, pero ¿y el de Brothers? Profesionalmente, nosotros éramos Brothers mucho antes que ustedes”. La carta funcionó, claro.
Ánimo, Pedro, y a escribir.