Un año del 7-O: colonialismo sin freno

El contexto posterior a los ataques del 7 de octubre de 2023 ha marcado un punto de inflexión en la conciencia global sobre la naturaleza colonial del estado de Israel. El año de violencia extrema, calificada de genocidiaria por juristas y expertos en Gaza, a la que se añade la violencia intensificada en Cisjordania y Líbano, han llevado a muchos de estos expertos, progresivamente, a reexaminar las dinámicas de poder y control en la Palestina histórica y la región de Oriente Próximo . Aunque el llamado conflicto palestino-israelí ha sido objeto de atención internacional durante décadas, el relato dominante a menudo ha oscurecido la realidad subyacente: el colonialismo de asentamiento que define la estructura del régimen de Israel.

El colonialismo de asentamiento se distingue de otras formas de colonialismo en que no sólo busca explotar los recursos de una tierra extranjera, sino reemplazar a la población indígena mediante la creación de una nueva sociedad sobre las ruinas de anterior. Ésta es precisamente la dinámica que muchos ahora ven con más claridad en Israel. El establecimiento del estado en 1948 resultó en el desplazamiento masivo de palestinos, en una Nakba que nunca dejó de amenazar su existencia como una estructura de desposesión y dominación multidimensional con el fin último de limpieza étnica. La retórica gubernamental que legitima estas acciones como una defensa de la seguridad nacional, incluso existencial, encubre la realidad de una empresa colonial que despoja a los palestinos de sus tierras y recursos.

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La Franja de Gaza, sujeta ya a un bloqueo inhumano desde el 2007, ha sido durante años objeto de guerras regulares. Tras el 7-O, la violencia alcanzó un nuevo nivel, con bombardeos regulares y una campaña militar implacable que ha dejado miles de muertos (42.500 de acuerdo con las cifras oficiales, más de 200.000 de acuerdo a estudios que tienen en cuenta muertes directas e indirectas). Las imágenes de destrucción de infraestructuras de todo tipo han conmocionado al mundo, obligando a reconsiderar la narrativa de un conflicto simétrico entre dos partes igualmente responsables.

En Cisjordania, la violencia del ejército ha alcanzado niveles alarmantes. A esto se añaden los ataques a aldeas palestinas, la destrucción de cultivos y los asesinatos, recibidos con una pasividad preocupante por parte del ejército israelí, lo que ha exacerbado la percepción que el gobierno israelí facilita o al menos tolera estos actos. Este año ha sido uno de los más mortíferos para los palestinos en Cisjordania en más de una década, cuya política de expansión de asentamientos avanza sin restricciones.

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Además de la violencia dentro de los territorios ocupados, Líbano también ha sufrido como resultado de las acciones israelíes. Los ataques aéreos y las incursiones a lo largo de la frontera han reavivado viejas heridas llevando a la memoria colectiva las invasiones israelíes pasadas, especialmente la guerra del 2006. Para muchos, las matanzas y la destrucción en el sur del Líbano no son más que una extensión del proyecto colonial que busca dominar y controlar la región a través de la fuerza militar y la presencia territorial.

Este año, marcado por una violencia extrema en múltiples frentes, ha desenmascarado ante el mundo la verdadera naturaleza del conflicto. Lo que durante mucho tiempo se ha presentado como una disputa territorial o un conflicto entre dos pueblos ha quedado expuesto como un proceso colonial en el que una potencia, Israel, busca subyugar y reemplazar a la población indígena, los palestinos, con el apoyo de potencias occidentales.

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