Aritmética universitaria

La conferencia mundial de la Unesco sobre educación superior en Barcelona y la circulación de un nuevo anteproyecto de la ley española de universidades justifican, espero, un artículo más de tema universitario. Este será sobre la aritmética de la docencia.

La posibilidad de enseñar y aprender en línea está revolucionando la docencia universitaria. Las lecciones presenciales sin interacción de grupo son perfectamente sustituibles por versiones en línea que son reproducibles a coste cero y que se convierten en referencias sobre las cuales se trabaja en casa o en la biblioteca. El universo de la educación superior, sin embargo, mantendrá un componente importante de presencialidad, ya sea en grupos grandes con interacción en streaming vía dispositivos, ya sea, y en mi opinión principalmente, en forma de sesiones cara a cara, en grupos pequeños y con la presencia de un profesor-animador que estimula la interactividad. Los denominamos seminarios, talleres de trabajo, sesiones de prácticas u otros términos que aquí tomo como sinónimos. Añado que los procesos formativos basados en seminarios tienen mucha tradición y son de eficacia probada.

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Pero tenemos una paradoja. Lo que en principio es una innovación que permite ahorrar no es evidente que se pueda sustituir, con los recursos de que disponemos, por un régimen docente basado en seminarios de una magnitud suficiente para dar bastante juego a la presencialidad.

Lo ilustro esquemáticamente con el caso de las universidades públicas presenciales catalanas, que en 2020 tenían 148.000 alumnos y 10.030 profesores, de los cuales un 20% a tiempo parcial. Digamos, pues, que tenían 9.000 profesores. Con un grado de flexibilidad hoy eliminada, la ley Maravall del año 1982 estableció el principio de que los profesores tenían que ser docentes e investigadores. Fue un paso muy positivo porque generalizó la investigación en la universidad. Concordando con este planteamiento, el anteproyecto de ley establece que las horas de docencia por año tienen que ser entre 120 y 240, con un límite de 180 para el profesorado más joven. Digamos, pues, que son 180 para todos. En cuanto al número de alumnos por seminario, no seamos muy exigentes y pongamos que sean 20. Preguntémonos entonces: ¿cuántas horas de seminario puede recibir el alumno tipo con los recursos docentes que tenemos? El cálculo aritmético correspondiente nos lo dice: para cubrir una hora por cada alumno se necesitan 41 profesores. Por lo tanto, con los 9.000 profesores de los que disponemos, podemos ofrecer, a todos los alumnos, 220 horas. Es decir, si el periodo docente es de 30 semanas, unas 7 horas por semana. Quizás, contando con un descenso demográfico u otros, lo podríamos estirar a 10. A mí me parece que esta cifra da para una experiencia pobre y creo que sería insostenible como versión moderna de la universidad presencial. Diría que, con seminarios de 20 alumnos, lo mínimo tendrían que ser 14 horas. Lo que llevaría a la necesidad del doble de profesores: ¡18.000!

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Es un absurdo que todavía podemos complicar más si tenemos en cuenta que, muy acertadamente, desde Europa y desde el anteproyecto español se impulsa situar en el centro del proceso educativo la formación a lo largo de la vida. Para lograrlo hará falta mucha formación en línea, pero, si tiene que ser efectiva y de calidad, también habrá presencial. Ignoro si se ha calculado cuántas horas de docencia presencial se podrían estimar que habría que recibir en una vida y no querría improvisar en un parámetro tan clave. Pero no serán pocas y, como mínimo para los que han recibido una titulación universitaria inicial, será responsabilidad de la universidad cubrirlas.

Para mí la conclusión es clara. La universidad no puede asumir con eficacia los nuevos retos docentes y a la vez mantener una norma de horas docentes que, en principio, permita a todo docente ser un investigador activo y evaluable como tal. Estamos en una encrucijada crítica: si queremos mantener una universidad con un componente presencial significativo y si queremos expandir la docencia hacia la formación a lo largo de la vida, habrá que reconocer que no lo podremos hacer con las horas docentes de la universidad investigadora. Si las incrementáramos uniformemente, es decir, para todos los profesores, destruiríamos la universidad de investigación. El camino, en mi opinión, es permitir que las universidades públicas puedan desarrollar estructuras especializadas en formación que no incluyan una expectativa alta de investigación. Es con esta flexibilidad institucional como podremos tener universidades públicas que sean, simultáneamente, grandes en docencia y grandes en investigación.