Regenerar el poder judicial: ¿a qué se refiere Pedro Sánchez?
Si no lleváramos ya tiempo asistiendo a una retahíla de decisiones demasiado cuestionables por parte de algunos –pocos– jueces, que un presidente del gobierno dijera lo que dijo el lunes podría sonar a intervencionismo del poder ejecutivo sobre el poder judicial; es decir, a romper la separación de poderes, que es la principal base de las democracias junto con la protección de los derechos fundamentales, que deriva en parte de esa misma separación.
Personalmente, no creo que sea el caso. Pedro Sánchez ha sufrido directamente lo que significa ser víctima de una investigación judicial precaria. Un juez, haciendo valer su imagen de independencia, abre diligencias de investigación por un delito de corrupción. Solo con ello, a pesar de que después todo quede en nada, el mal anímico que se le hace al investigado es enorme, porque un proceso penal es algo muy serio del que se puede derivar nada menos que la prisión. Además, el daño político es incalculable. Dado que la sociedad en general no confía en la presunción de inocencia –pese a ser un derecho fundamental y, de hecho, la clave de bóveda de todo el proceso penal–, de entrada todo el mundo desconfía del investigado. Algún día el periodismo tendrá que contribuir a eliminar esa enfermedad social, esa auténtica –y muy antigua– lacra humana que es desconfiar por sistema. Sin embargo, de momento los medios reman muy mayoritariamente en contra del derecho fundamental, al igual que en décadas pasadas aplaudían el racismo o el machismo, que ahora suelen contribuir activamente a desactivar. Ojalá algún día se corrija esta tendencia claramente iliberal. No depende de reformas legales; depende de la profesión periodística.
Aparte de esto, evitar un gran número de casos de lawfare depende solamente de dos reformas muy sencillas, y de una más compleja pero que también es posible.
La primera consiste en restringir drásticamente la acción popular haciendo que dependa de que la Fiscalía la apoye. España y Andorra son una anomalía a nivel mundial por tener en sus Constituciones una institución como esta, que permite que cualquier ciudadano, aunque no sea víctima, pueda acusar en el proceso penal a otra persona cualquiera. La Constitución española la reconoció en su artículo 125 de forma ingenua. En 1978, España, después de la dictadura, quería dar imagen de libertad. La acción “popular”, por su nombre, parecía muy adecuada. Pero no lo era, como el tiempo ha demostrado. Salvo casos excepcionales, solo ha servido para que algunas asociaciones –incluidos partidos políticos– practiquen el lawfare o el proselitismo, y para que algunos pícaros y caraduras ganen dinero utilizando ilegítimamente a los tribunales. Esta desgracia tiene que acabar.
La segunda reforma consiste en hacer que el juez de instrucción en el proceso penal deje de ser “inquisitivo”, palabra técnica que no hace falta explicar mucho qué implica, si uno piensa un poco en la historia. En España, el juez puede hacer de oficio –o sea, por propia iniciativa– prácticamente lo que quiera. Solo es una excepción la prisión provisional, que proviene de la época en la que un juez demasiado mediático hizo sufrir a los políticos metiéndolos en la cárcel; esto propició una reforma urgente para impedírselo, de tal modo que hoy el juez está obligado a esperar a que alguna parte acusadora le pida la prisión. Ahora habría que ampliar esta reforma a cualquier actuación del juez que pueda vulnerar derechos fundamentales incluso de forma leve, y entre estas actuaciones debería figurar, entre otras, la decisión de abrir diligencias de investigación. Con esta sencilla reforma dejaríamos atrás, por fin, un modelo que entre los países de nuestro entorno cultural ya solo existe en Francia –que es de donde proviene– y en Luxemburgo.
La tercera reforma es más comprometida, pero necesaria. El acceso a la carrera judicial consiste en un sistema exclusivamente memorístico, con largas y meteóricas exposiciones orales del candidato, cuya evaluación dependerá del criterio del tribunal examinador, criterio que nunca se motiva. La preparación de los exámenes, además, provoca un largo aislamiento del candidato, algo que no pueden permitirse todos los sectores de la sociedad. Ello excluye la participación de personas que no pueden sobrevivir sin trabajar, y también de aquellos que tienen grandes habilidades cognitivas que resultan muy útiles para la función judicial pero que no son exclusivamente la memoria. Por otra parte, la normativa internacional recomienda evaluar las cualidades humanas de los jueces, entre ellas la empatía, la independencia de criterio o la capacidad de conciliar litigantes en conflicto. Nada de eso se hace. Y ya es hora de que se haga. Estamos en el siglo XXI.