El presidente Sánchez ha decidido seguir, e insta a la sociedad española a una reflexión colectiva para la "regeneración pendiente de nuestra democracia y para el avance y consolidación de derechos y libertades". No seré yo quien niegue que esa regeneración es necesaria y urgente. Es evidente que la democracia española, como por cierto la gran mayoría de democracias del mundo, necesita una profunda reforma de sus instituciones y una renovación de los pactos constitucionales y democráticos. Hay demasiados signos de involución democrática y de tensión sobre nuestros derechos fundamentales, demasiada crispación y polarización políticas, demasiado deterioro del estado de derecho y del funcionamiento ordinario de las instituciones del estado, demasiada desafección ciudadana, demasiada frivolidad y improvisación partidista, demasiados temas de importancia capital arrinconados que no son abordados debidamente. Lo que ocurre es que un verdadero programa de regeneración democrática no puede empezar así. No puede ser consecuencia de una acusación poco fundamentada contra la esposa del jefe del ejecutivo. No puede provenir de una mera operación de imagen política y de un baladí ejercicio de teatro mediático. De un acto estratégico de comunicación política e imagen como este solo puede salir una regeneración imaginaria, un nuevo fuego de artificio.
La acusación contra Begoña Gómez es seguramente un acto deliberado de lawfare sin demasiado fundamento y que va exclusivamente dirigido a dañar al presidente. No tengo ninguna duda de que Sánchez ha sentido una gran indignación y desánimo personales, y que sus dudas sobre si "merece la pena" seguir con su carrera política son en parte sinceras. Por otro lado, está claro que Sánchez tiene todo el derecho a dimitir cuando quiera y también a continuar si así lo desea. También tiene el derecho a impulsar las reformas institucionales que crea oportunas, siempre que logre tejer las alianzas políticas necesarias para su aprobación. Todos estaremos de acuerdo en que, fuera cual fuera su decisión, era bueno que fuera meditada. Tenía todo el derecho a reflexionar sobre ello durante cinco o cincuenta días. Lo que no hacía falta era la puesta en escena, la suspensión de su agenda, la jugada estratégica fingida, el teatro de gesticulación para alinear al partido y sacar a las bases a la calle.
Los problemas de nuestra democracia son demasiado profundos y graves. Hay que abordarlos en serio. Los ciudadanos merecemos una política de adultos, genuina y responsable, en la que los grandes programas de estado, como el que implicaría una verdadera regeneración democrática, se definan colectiva y colaborativamente, desde una deliberación pública de calidad con amplia participación ciudadana y construcción de consensos entre las principales sensibilidades políticas. Estos programas no pueden ser decididos improvisadamente, ni siquiera impulsados, por un solo partido. Menos aún por una sola persona. Y menos por una sola persona que actúa dolida porque han atacado a su mujer. Por otra parte, es manifiesto que las posibilidades de éxito de un programa genuino y ambicioso son escasas, por no decir nulas. El contexto político español no es el adecuado, los partidos tampoco están dispuestos a colaborar con Sánchez, y Sánchez no es seguramente un líder capaz de desatascar la situación. Él lo sabe. Y por eso la propuesta no es en realidad sincera.
Los principales problemas de nuestras democracias actuales fueron teorizados ya en los años 60 del siglo pasado. En 1962, el gran filósofo Jürgen Habermas publicó La transformación estructural de la esfera pública, que se vería complementada en el año 73 por la Problemas de legitimación en el capitalismo tardío. En estas obras, Habermas describía el empobrecimiento de la vida democrática que se da cuando se reduce la democracia a lo que ocurre en las instituciones del estado, a lo que hacen los partidos, o a lo que deciden verticalmente los líderes de estos partidos. Anticipaba la desafección política de los ciudadanos que vendría si las instituciones democráticas seguían cerradas sobre sí mismas. E iniciaba la defensa de una visión alternativa de nuestra democracia, más deliberativa y participativa, una en la que se reivindicaba el papel central de lo que hacen y discuten los ciudadanos en la esfera pública, pero más allá de las instituciones, lo que hacen en las calles, plazas, cafés, medios de comunicación, etc. En 1967, Guy Debord denunciaba en La sociedad del espectáculo la teatralización creciente de nuestros problemas, y cómo la ética social había pasado de valorar lo que uno es a lo que uno tiene, y finalmente de lo que uno tiene a lo que uno aparenta. Era el paso de la realidad a la ficción. Criticaba la primacía de la imagen, la sociedad de escaparate, la voluntad de fingir y parecer cosas que no son reales. Se lamentaba, en definitiva, de cómo en nuestras sociedades las personas se convierten en personajes.
Nuestras democracias no han evolucionado demasiado bien en las últimas décadas. Lo que Habermas y Debord denunciaban ya hace sesenta años se ve intensificado hoy. Los ciudadanos se han cansado de mentiras y de una política democrática basada en la imagen y el teatro. En España necesitamos una regeneración democrática profunda, sí. Pero una verdadera, no una imaginaria.