El bramido de una criatura que da tanto miedo como una amenaza de la mafia calabresa


El bramido de una criatura sobresale en el rumor de un centro comercial a media tarde. Los gritos y la desesperación son tan intensos que los cuatro o cinco que hacemos cola para pagar el ticket del parking en las máquinas nos volvemos sobresaltados para localizar si alguien necesita ayuda. Situamos el conflicto rápidamente, por encima de nuestras cabezas, en la rampa mecánica de bajada para buscar el coche. Es un niño de unos siete u ocho años que se ha enfadado con su padre y lo abuchea desde atrás. Son unos rasguños indescifrables que no permiten comprender cuál es el problema. Delante, dándole la espalda, el hombre lleva cogido de la mano a otro niño más pequeño, de tres o cuatro años. Intentan mostrarse indiferentes al drama. Más bien parecen bregados en la estrategia. El pequeño sale mejor que el progenitor. El padre lleva las dos mochilas de la escuela de los niños colgadas en el hombro y pone cara de hastiado, de no poder más. La escena se alarga porque se están dejando transportar por el lento ritmo de descenso de la rampa. A pesar de la evidente tensión familiar, no tienen prisa. O papá no quiere demostrarla. Quizás forma parte del plan oculto para manifestar al niño indignado que esa crisis no modificará los planes previstos para la tarde o que no se saldrá con la suya. Sin embargo, la capacidad de aquel niño para sostener el elevado nivel de histeria es chocante. No afloja. Es inquietante porque parecen los gritos propios de un sufrimiento extremo, de una rabia superlativa. Cuando el padre y el pequeño llegan al final de la cinta automática caminan por el rellano del parking y nos pasan por el lado. El niño, desesperado, que hasta ahora iba detrás de ellos, se pone a correr y les adelanta. Luego se vuelve y los confronta. Intenta cerrarles el paso gritando, llorando. Tiene la cara roja, se le resquebraja la voz y no se la entiende. Pero hace un discurso exaltado moviendo los brazos, blandiendo el anorak. La escena provoca cierta fascinación a su alrededor. Es como si pasara a cámara lenta. Es inevitable mirar, especular con el detonante de lo que antes llamaban "hacer una pataleta". También existe el efecto morboso de ver cómo acabará o si el padre lo gestionará de alguna manera que nos sorprenderá. Y entonces, se produce el susto. El niño, desquiciado, incrementa el volumen de los gritos, como si estuviera a punto de lanzar un ultimátum contra el padre. En pleno discurso exaltado, hace el gesto drástico de una amenaza. Con agresividad, cruza el puño con el dedo pulgar levantado por delante de su cuello. Como si fuera un líder de la mafia calabresa, hace el movimiento que, en las películas, utilizan para anunciar que rodarán cabezas. El estupor que causa aquella reacción nos hace buscar miradas de complicidad a los voyeurs del espectáculo. Debemos confirmar que lo que hemos visto ha pasado de verdad. A pesar de aquella reacción violenta e insólita, el padre sigue impasible. Seguramente la procesión va por dentro. El hombre sigue caminando y arrastrando a la otra criatura en dirección donde están los coches aparcados, como si no lo hubiera visto. Padre e hijos desaparecen en la oscuridad del parking, con el eco de los bramidos cada vez más lejos.
Por la noche, en casa, haciendo la cena, no te quitas de la cabeza la escena y deseas que a esa hora, sentados en la mesa, aquella familia haya podido hablar con calma de lo que ha pasado y reordenar las emociones. Y que sólo haya sido un mal día.