Del asesinato como instrumento de progreso
Las ciudades, a veces, producen monstruos. Entonces se horrorizan ante ellos y sufren crisis de paranoia: el monstruo destruirá la ciudad y, por tanto, la civilización. El más claro ejemplo contemporáneo lo ofrecen París, emblema de la belleza, y su banlieue sucia, islamizada, amenazante. Pero quien mejor explica los mecanismos de este fenómeno es un asesino victoriano, Jack the Ripper, o Jack el Destripador. Vayamos entonces al Londres de 1888.
Aquel Londres estaba radicalmente dividido en dos mitades. En el lado occidental había ciudadanos, parques, avenidas, instituciones, palacios y negocios. En el lado oriental, que empezaba tras la Torre de Londres y se extendía casi hasta Essex, se aglomeraba una población que Jack London definió como “la gente al borde del abismo”.
En 1851, el periodista Henry Mayhew publicó El trabajo en Londres y los pobres de Londres, un conjunto de artículos que describían con precisión una de las zonas más miserables del mundo, quizá sólo comparable al barrio de Five Points, en Nueva York. Resulta curioso, e ilustrativo, que esos dos lugares espantosos (por pobreza, por densidad de población, por violencia, por falta de salud, por desempleo) estuvieran en la ciudad más rica del planeta y en la ciudad que iba a serlo poco después. El actual neoliberalismo, con su desigualdad y su desprecio hacia los pobres, se parece mucho al liberalismo decimonónico.
El East End, el extremo oriental de Londres, el “lado malo”, sufría dos maldiciones de la naturaleza. La primera, que ahí se ensanchaba el Támesis y, por lógica, ahí estuvo siempre el puerto. La segunda, que el viento en Londres suele soplar de oeste a este: como consecuencia, todo lo que olía mal, desde los talleres donde se curtía la piel hasta los mataderos, se instalaba más allá de la Torre de Londres.
Si a mitad del siglo XIX el East End era algo que los londinenses de bien preferían ignorar, en las décadas siguientes se convirtió para esos mismos londinenses en una pesadilla. ¿Qué ocurrió? Un par de fenómenos aparentemente lejanos. En primer lugar, la gran hambruna de Irlanda (1845-1852), que empujó a decenas de miles de emigrantes irlandeses hacia Inglaterra y hacia barrios como el East End. En segundo lugar, los pogromos contra los judíos del imperio ruso: sucesivas oleadas de fugitivos judíos desembarcaron en el puerto de Londres, uno de los pocos lugares donde se les acogía sin demasiados problemas.
(El paralelismo es obvio, pero lo subrayo por si acaso: los judíos centroeuropeos del siglo XIX eran vistos como los musulmanes del siglo XXI: pobres, fanáticamente religiosos e incapaces de adaptarse a la civilización moderna).
En 1873 comenzó la llamada Larga Depresión, una tremenda crisis económica que duró casi dos décadas en Europa y Estados Unidos. En el East End no había trabajo. El 13 de noviembre de 1887 todo estalló: una multitud de desempleados hambrientos, en la que abundaban irlandeses y judíos, se manifestó en Trafalgar Square. Más de 2.000 policías y 400 soldados se ocuparon de la represión. La prensa bautizó ese día, domingo, como “Bloody Sunday”. El Londres respetable sintió como nunca antes la amenaza de una invasión de las “hordas salvajes” que malvivían más allá de la Torre.
En 1888 alguien cometió varios asesinatos atroces en el East End. Al menos cinco mujeres dedicadas a la prostitución fueron estranguladas y, ya muertas, sus cuerpos sufrieron terribles mutilaciones. Para la prensa, que empezaba a ser un gran negocio (en la segunda mitad del XIX, los británicos alfabetizados pasaron del 60% al 97%), esos asesinatos fueron un maná inesperado. Jack the Ripper (el nombre lo inventó un periodista de la Central News Agency a partir de una supuesta carta del asesino redactada por el propio periodista) encarnó todos los miedos de la población de Londres. E hizo vender millones de periódicos.
Resulta interesante comparar la relativa objetividad (y la compasión hacia las víctimas) con que informó el único diario importante de la zona afectada, el East End Observer, y el furor sensacionalista y xenófobo exhibido por el resto de la prensa. La reina Victoria había pronunciado una frase fatídica: “Quien comete estos crímenes no puede ser inglés”. O sea, el asesino era extranjero. O sea, probablemente judío.
El dramaturgo socialdemócrata George Bernard Shaw, con un inteligente sarcasmo, dijo que el asesino era “un gran reformista social”, ya que había logrado que, para bien o para mal, la prensa hablara de los problemas que afligían al East End. El Destripador nunca fue detenido, pero el gobierno británico se convenció por fin de que la miseria del East End resultaba inasumible. ¿La solución? Nuevas viviendas, más trabajo y mejores comunicaciones, en especial el metro. Al cabo de unas décadas, el East End era pobre pero habitable. Y el odio/miedo a los judíos había casi (casi) desaparecido.