¿Quién asumirá responsabilidades por el escándalo del Catalangate?
La forma en la que España ha afrontado estos últimos años el reto independentista catalán deja mucho que desear en un estado democrático. Si hasta ahora conocíamos la represión policial y la actuación de una alta judicatura politizada, ahora aparecen nuevos indicios de una tercera pata no menos escandalosa y sobre la que ya había más que sospechas: el espionaje contra políticos electos, activistas, abogados y periodistas, que según la investigación de Citizen Lab, un grupo de expertos en ciberseguridad de la Universidad de Toronto, habría afectado a más de 60 personas a través del programa Pegasus de la empresa israelí NSO, mayoritariamente en los años 2019 y 2020. ¿Todo vale en España contra el independentismo? ¿Es así como un estado democrático entiende que debe combatir el proyecto soberanista de una parte de su población? En los casos de Escocia y de Quebec, los respectivos estados afectados, Reino Unido y Canadá, en ningún caso han tenido actuaciones represivas, procesos judiciales con las cartas marcadas y razias masivas de espionaje.
La respuesta democrática de España ante el independentismo catalán se ha basado, básicamente, en una guerra total que ha activado los resortes más oscuros del deep state. No por sabido deja de ser escandaloso. Ahora tenemos una nueva prueba: miles de escuchas telefónicas de conversaciones privadas. En cualquier otro país, una revelación así le haría caer la cara de vergüenza al gobierno y comportaría una investigación interna para esclarecer qué organismos públicos y qué personas concretas hay detrás de este espionaje, que la prensa internacional no ha dudado en bautizar como Catalangate, un nombre que remite al histórico Watergate norteamericano. En el mundo anglosajón la libertad individual y la privacidad son sagradas. ¿Aquí ocurrirá algo? ¿Alguien asumirá alguna responsabilidad?
Cuando a veces se habla de la baja calidad democrática del estado español, algunos ven una crítica exagerada e interesada. Todo es opinable y relativo, claro. Pero en este caso hablamos de hechos concretos: debería estar fuera de duda que los ciudadanos tienen unos derechos básicos que deben respetarse. De esto va el estado de derecho, ¿no? Unos derechos y una libertad que en este caso se han vulnerado descaradamente y reiteradamente. Una cosa es ampararse en la Constitución, por otra parte siempre interpretada restrictivamente cuando se trata de la pluralidad nacional del Estado, para negar el derecho de los catalanes a decidir su futuro, y otra muy distinta es saltarse la Constitución para espiar a políticos y ciudadanos. A esto se le llama guerra sucia. Tras estas actuaciones ilegales se encuentra el nacionalismo español de siempre, que considera la unidad nacional como un hecho trascendente que, en su caso, pasa por encima de la ley.
Así cuesta mucho creer en una eventual negociación para buscar una salida al pleito soberanista catalán. A estas alturas, pasados casi cinco años del referéndum del 1-O del 2017, España no parece nada interesada en abordar políticamente el conflicto. El gobierno de Pedro Sánchez ha ido retrasando la mesa de diálogo pactada con el gobierno catalán. Con el independentismo dividido y reprimido –aún hay exiliados y muchas causas judiciales abiertas–, en la Moncloa no tienen ninguna prisa en buscar soluciones democráticas.