¿Audiencia activa?
Además de las cuestiones delictivas asociadas al caso, el llamado Barçagate ha permitido observar con una cierta precisión la mecánica que rige el inframundo de los comentarios anónimos en internet. De hecho, la cosa ha quedado incluso cuantificada. Resulta que solo seis perfiles de Facebook, seis, creados por la empresa I3 Ventures (Respeto y deporte, Sport leaks, Alter sports, Justicia y diálogo, Jaume un film de terror y Més que un club) generaron nada más y nada menos que 175.598 fans, 3.748.078 interacciones, 113.619 comentarios y fueron compartidos 234.088 veces. No es poca cosa, precisamente... En todo caso, aquí no nos interesan tanto las malas prácticas del asunto como la animada participación de miles y miles de usuarios, sin los cuales todo ello no habría servido de nada. Quiero decir que la cosa fue puesta en marcha presuntamente por varios directivos del FC Barcelona al encargar campañas de desprestigio a la mencionada empresa, pero quienes la consumaron fueron los mismos usuarios. De hecho, el objetivo era este: ninguna sorpresa, pues.
A pesar de que la expresión ya aparece en algunos papeles académicos de finales de la década del 1970, el concepto audiencia activa adquiere protagonismo sobre todo a partir de 1994, cuando las llamadas autopistas de la información auspiciadas por el entonces vicepresidente de los Estados Unidos, Al Gore, redibujaron nuestro mundo (es curioso que de la metáfora inicial de las autopistas se pasara, al cabo de muy poco tiempo, a la de las redes). La idea de audiencia activa implica la asunción de un cambio profundo en la teoría de la comunicación clásica: ya no hay ni emisores ni receptores mediáticos puros, sino una interacción que antes no existía, o bien era muy precaria (las cartas al director, etc.). El fenómeno es innegable. Su naturaleza exacta, sin embargo, no tanto. Habría que matizar muchísimo el adjetivo activa, entre otras cosas. Digo esto pensando en un caso como el mencionado más arriba –el Barçagate–, pero los ejemplos serían infinitos. Si me permiten el símil, cuando un pescado se traga el cebo tiene una actitud indiscutiblemente activa. No le obliga nadie. Desde la perspectiva del pescador, es decir, de quien ha puesto un anzuelo dentro del cebo, el mordisco se percibe, sin embargo, de una manera muy diferente...
Estoy convencido que la mayoría de los 175.598 fans de los seis perfiles de Facebook que hemos detallado antes, los mismos que generaron 3.748.078 interacciones en la red, no tenían ni la más remota idea de estar colaborando, y de balde, con los intereses personales de determinados dirigentes del Barça. De hecho, supongo que tampoco eran conscientes de estar perjudicando –o, si me permiten el lenguaje grosero, enmerdando– la imagen pública del barcelonismo y la honorabilidad de ciertas personas, como por ejemplo Jaume Roures. Pero en todo caso, lo hicieron. ¿Audienciaactiva? ¿De verdad? En el mundo predigital estas formas de manipulación ya existían, obviamente, pero se veían a la legua. Cada cual se compraba el diario que le apetecía y, en consecuencia, era mínimamente consciente del sesgo de cada información, de los intereses económicos o políticos de cada editor, etc. No estoy diciendo, ni por casualidad, que aquella fuera una etapa idílica de la historia de la comunicación. Más bien al contrario. El tema es quizás otro: el de las falsas expectativas depositadas en las potencialidades emancipadoras de la interacción plena entre emisores y receptores en el preciso contexto de la comunicación de masas.
Hay, cuanto menos, tres autores que divisaron con antelación, y con una exactitud puntualmente sorprendente, hacia dónde soplarían los vientos. El primero es Alexis de Tocqueville cuando describe la prensa de los Estados Unidos después de visitar aquel país todavía a medio construir en 1831. La democracia en América continúa siendo, en muchos sentidos, un libro imprescindible. El segundo está representado por La opinión pública, de Walter Lippmann, de 1922: un papel de una lucidez más bien amarga, que todavía funciona un siglo después. El tercero es La condición posmoderna,de Jean-François Lyotard, publicado en 1979, donde el ruido (bruit) es presentado como el peaje inevitable asociado a las potencialidades interactivas de la digitalización. Un peaje carísimo, tal como vemos, sin ir mucho lejos, en el episodio del Barçagate...
¿El ruido distorsionador continuará? No tengo ninguna duda, pero creo que se puede atenuar considerablemente restringiendo la impunidad que otorga el anonimato. Una vez ponemos nuestra cara a cuerpo descubierto, la tentación de hacer campañas contra este o contra aquel otro decae. Es apenas entonces cuando podremos hablar de audiencias verdaderamente activas. Ahora es una hipérbole.
Ferran Sáez Mateu es filósofo