Barcelona 1982

Miro y remiro los extraordinarios retratos realizados por la fotógrafa Maria Espeus en 1982, expuestos en la coctelería Dry Martini de Barcelona (Javier de las Muelas, su propietario, es, de hecho, uno de los retratados). Se trata de personas que hace 42 años habían adquirido, por varias razones, una determinada notoriedad en sus respectivos ámbitos: la música, la literatura, la pintura, las artes escénicas, la comunicación... Algunos tuvieron una trayectoria ascendente, una carrera sólida y fructífera. Otros, no tanto. Otros, en absoluto –el destino es juguetón, y el talento, a veces, resulta solo una ilusión efímera–. Estos retratos me interesan también por una razón personal. En 1982 un servidor de ustedes tenía 18 años. A finales de verano, justo el día que murió Grace Kelly en una curva de Mónaco, el martes 14 de septiembre, me trasladé a Barcelona para cursar estudios universitarios. Las diferencias entre la Granja d'Escarp y el barrio de Sant Gervasi donde fui a parar eran importantes, obviamente, pero por cuestiones que el lector quizás no imagina: el Segrià de hace cuatro décadas era entonces una realidad económicamente emergente, vigorosa, mientras que la Barcelona del 82 era pura decadencia. La exportación de la fruta a Alemania y a los países escandinavos estaba generando fortunas (nada que ver con los precios irrisorios de la actualidad), mientras que en el área de Barcelona el tejido productivo, especialmente el industrial, perdía peso de una forma dramática. La imagen de aquellos octogenarios que regentaban los colmados del Eixample con una bata mugrienta y una caja registradora prehistórica lo decía todo. El turismo era solo testimonial. Para enderezar todo aquello era necesario algo parecido a un milagro. Llegó cuatro años más tarde, exactamente el 17 de octubre de 1986, gracias a la intercesión providencial de Juan Antonio Samaranch. El resto es de sobras conocido: el éxito de los Juegos Olímpicos de 1992 lo cambió todo. Para bien y para mal, por supuesto. Sea cual sea el juicio de valor que hagamos, el antes y el después resulta indiscutible.

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Volvamos a 1982, cuando todo aquello de las olimpiadas era todavía una pura quimera que el Ayuntamiento de Barcelona se tomaba muy en serio (el 11 de noviembre de ese mismo año, precisamente, se hizo público un proyecto con todos los detalles que había coordinado Romà Cuyàs). Como la mayoría del país, las personas que aparecen en las fotografías de Maria Espeus –ella había llegado de Suecia en 1977– eran ajenas, naturalmente, a lo que acabaría ocurriendo al cabo de una década. Muchos cantantes y actores que salen en las imágenes se reflejaban en el Madrid de la Movida, que en realidad era una operación institucional sabiamente teledirigida por el ayuntamiento socialista de Tierno Galván, con ganas de transformar aquel poblachón manchego en una aparente ciudad europea ultramoderna. Con el paso de los años se ha podido constatar el carácter engañoso del milagro: los disfraces, incluso las caras, siempre tienen un recorrido limitado; el plumero se acaba viendo tarde o temprano. En las fotos de Espeus, el rictus más escéptico es quizás el de mi admirado Jaume Sisa, que se hizo doblemente escéptico al constatar, al poco tiempo, en 1985, la verdadera naturaleza de aquel Madrid idealizado por muchos, independientemente de si te llamabas Jaume Sisa o Ricardo Solfa. Por cierto, en términos puramente estéticos, el mejor retrato de la exposición, el más potente –y conste que esto es muy subjetivo–, es el del actor y artista conceptual leridano Àngel Jové, que murió en Girona el pasado octubre.

La Barcelona que me recibió hace 42 años tenía vagones de metro arcaicos (¡en la línea roja todavía eran de madera!) y autobuses oxidados y ruidosos. Las fachadas estaban muy sucias: todo era gris, todo parecía sucio. Eso sí, los precios de los alquileres y los de los restaurantes eran bastante razonables. La Barcelona donde vivo hoy sigue siendo sucia, pero de otro modo: el gris-rata ha dado paso a los horribles colores de los grafiteros. Los autobuses son nuevísimos y no echan tanto humo, pero si vas en dirección al Parc Güell es probable que no puedas subir porque van llenos de turistas. De los alquileres o de los atracos de ciertos restaurantes es mejor no hablar. Cada uno puede hacer el balance que considere oportuno, obviamente, pero con un mínimo de honestidad. Hace 42 años se esperaba un milagro, llegando finalmente en forma de Juegos Olímpicos. ¿Y ahora de qué se trata? ¿De hacer pagar cinco euritos a los turistas o cosas por el estilo? ¿Este es el plan? Ya sé que el verbo reindustrializar es feo, pero quizá habría que tenerlo presente a la hora de hablar del futuro sin apelar a nuevos milagros posmodernos.