La batalla de los informes
Los informes surgen hoy como las setas y se refieren a cualquier tema imaginable. Algunos tienen un alcance ultralocal mientras otros aspiran a una dimensión mundial. Unos han sido encargados por las administraciones públicas y otros por empresas privadas. Los hay elaborados con rigor y otros no tanto –o nada–. Hay sobre la educación, sobre el impacto real de la inmigración, sobre los coches eléctricos, sobre el ahorro de agua, sobre el número de animales domésticos en Europa (cito algunos de los que he tenido noticia las últimas semanas, pero la lista podría ocupar todo el artículo). Hay informes sobre casi todo, y algunos terminan condicionando decisiones políticas muy relevantes (pensamos en PISA). No estamos hablando, por tanto, de un tema cualquiera, sino de una cuestión potencialmente problemática. En efecto, la expansión, bajo la apariencia de informes, de fake news, ideas pseudocientíficas, ideologías tronadas y otras hierbas tóxicas hacen inviable a largo plazo la democracia: los votos de ciudadanos desinformados pueden llevar a situaciones imprevisibles. Sin embargo, la mera censura de estos relatos desnaturalizaría el sistema.
Las decisiones institucionales y las movilizaciones sociales parten cada vez más directamente de estos informes con un valor epistemológico desigual (pero asumidos como si fueran una misma cosa). Controlar a priori su validez nos llevaría a un Estado Pericial/Policial; no controlarlos nos llevaría –nos está llevando– a una sociedad basada en ideas a menudo demenciales. La única solución viable para preservar los principios básicos de la democracia en un contexto informativo como el nuestro debería consistir, por tanto, en el control a posteriori de las consecuencias de los citados informes. ¿Ha asesorado usted a la administración con una medida manifiestamente ineficaz y absurdamente cara que después se ha tenido que suprimir, como la recogida de basura por absorción? ¿O quizás ha firmado un informe sobre la seguridad sísmica de los depósitos de gas submarinos? Sin entrar en la posible derivada penal, al menos habría que quedar clara la identidad de la persona o equipo de personas que ha desatado una decisión lesiva para el conjunto de la ciudadanía. Recordemos que ahora no estamos hablando de una decisión política, sino del informe que la motiva directamente.
En el caso de decisiones más ideológicas que técnicas, el planteamiento es el mismo. Se trata de no coartar ni restringir bajo ningún concepto la libertad de opinión de nadie, sino enmarcarla en el contexto de la responsabilidad ética, política y judicial. Todo el mundo puede afirmar lo que crea oportuno, todo el mundo puede esgrimir ante la opinión pública o de la administración los informes que estime necesarios, pero evidentemente debe hacerse cargo, de forma clara y tipificada, de las consecuencias. Es necesario erradicar el espectáculo ruborizador de lo que podríamos llamar "la escolástica de la responsabilidad", eje de la vida política europea desde finales de los años setenta. Resulta que ese individuo es, según algunos, "moralmente responsable, pero políticamente inocente", mientras que según otros lo es "políticamente, pero no moralmente". O "responsable jurídicamente, pero no éticamente", y todas las combinaciones que les pasen por la cabeza. La traducción habitual de esa difuminación retórica de la responsabilidad suele ser, sencillamente, la impunidad. La escolástica de la responsabilidad, por otra parte, es también la causa directa de la judicialización de la vida política y, de rebote, de la politización de la vida judicial en la mayoría de países de Europa. Como todo depende de matices etéreos, todo acababa resolviéndose en los tribunales de justicia y/o en los pseudotribunales mediáticos paralelos.
En esta batalla de los informes sobre cualquier tema imaginable no nos estamos jugando el simple hecho de tener razón o estar equivocados, sino cosas que comprometen seriamente nuestro futuro como sociedad. La semana pasada hice referencia en esta misma página del ARA en el informe PISA, que por su parte ha desatado una posterior guerra de informes contradictorios. Son el referente último, la base del debate, pero habitan en un limbo legalmente inconcreto, por no decir misterioso. Condicionan la creación de leyes importantísimas o provocan grandes respuestas de la sociedad civil aunque, en realidad, su cocción suele quedar fuera de todo control. ¿Quién debe asumir, pues, los resultados catastróficos de determinadas decisiones? ¿Es un asunto que sólo tiene que ver con las decisiones ejecutivas de los políticos, o quizás es necesario tomar también en consideración los informes que las guían?