Ni butifleres ni traidores

1. En el regreso de los exiliados en Suiza contemplamos abrazos de los que hacía tiempo que no veíamos. Las de Cantallops eran abrazadas que, sólo que hubieras ido a una sola manifestación independentista en la vida, emocionaban. Por insólitamente largas, por profundamente sentidas y porque te dabas cuenta de que tanto a quien las daban como a quien las recibían les iba la vida. Como espectador empático, esa manera de agacharse, de besarse, de agarrar cabezas con las dos manos, ponía la piel de gallina. Marta Rovira, exultante por su regreso, estaba en su hora sublime. Cuando se marchó se le acusaba de rebelión, después le imputaron la sedición y ha acabado siendo señalada por terrorismo. Todas las acusaciones ha ido cayendo por el camino como un castillo de naipes. Sin embargo, la amnistía ha sido el comodín fundamental y los defectos de forma de la justicia española le ha permitido llegar a Vic como una heroína. De repente, ese viernes, pareció que el independentismo había encontrado a una líder que hacía tiempo que no tenía. Sin embargo, Marta Rovira decidió plegar tras la mala tongada de resultados electorales, y ella misma remacha: “Yo no seré candidata a nada”. Un ejercicio de coherencia que no se estila demasiado en nuestra política, pero en el que Aragonés y Rovira sí han sido ejemplares.

2. Después de los abrazos de Cantallops llegaron los parlamentos. De entrada, los emotivos. El discurso de la gran victoria era justificable, desde un punto de vista personal, superado los seis años de exilio. En el día a día poco épico que vivirán a partir de ahora, sin embargo, ya descubrirán hasta qué punto han llegado a una Cataluña baqueteada, con el ánimo en los tobillos y endropida nacionalmente. Celebrar que España haya perdido es, quizá, coger el rábano por las hojas. Decir “hemos venido aquí para acabar el trabajo que hemos dejado a medias” o para “reunir el movimiento independentista” dringa bien, pero son dos afirmaciones que no tocan los pies en el suelo. Sin embargo, es comprensible en una jornada tan largamente soñada. Por la tarde, tras el baño de masas en la sede de ERC, ya oímos discursos políticos de Rovira que cuestan más de mal tragar. Negar la crisis interna de los republicanos, hoy, es querer esconder el huevo. Cerrar el grave escándalo de los carteles del Alzheimer, destapado por el ARA, con una dimisión, dos expedientes y la expulsión de una cabeza de turco, es otro insulto a los Maragall ya la verdad. Es querer seguir tapando una realidad muy negra bajo una estera llena de suciedad. La idea, el visto bueno, la ejecución, la ocultación de los hechos, la compra del silencio, el pago con facturas falsas, el sacudirse las pulgas de encima... Cada acción empeora la anterior y va ensanchando la mancha de aceite de los cómplices y responsables de este caso. Allí donde no llegue Esquerra, en el punto por punto de esta vergüenza, llegará el periodismo.

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3. Xavier Vendrell, un histórico de Esquerra, que formaba parte del estado mayor del 2017 y que aún no ha sido amnistiado por culpa del caso Volhov, estuvo en Cantallops para abrazar a quienes volvían de Suiza. Por la tarde habló en el numeroso acto de Òmnium en Barcelona. Allí soltó una de las frases más aplaudidas del día. “Aquí no hay ningún botifler, aquí no hay ningún traidor. Se acabaron los insultos entre los compañeros que mantenemos un mismo objetivo”. Por supuesto. Su deseo es loable. Se habría agradecido que, en los últimos siete años, el independentismo no hubiera practicado ese deporte de odio entre partidos, facciones y capillitas. Quizás no nos habría ido mucho mejor, pero ahora no habría tanto rasguño mal curado a derecha e izquierda. Mejor abrazos, aunque sean hipócritas, que insultos. Esto siempre. Ojalá que Vendrell tenga razón. Pero pronostico que cuando Salvador Illa sea investido presidente a finales de agosto, volveremos a tener butifleres y traidores a diestro y siniestro en las redes sociales más abrandadas.