Cambio Climático: la racionalidad irracional de los sápiens

Lo de los humanos no está muy bien. Como el resto de seres vivos, somos un producto de la evolución de la vida en el planeta durante unos 3.800 millones de años. Nuestros cerebros nos permiten hacer cosas magníficas: ciencias, artes, filosofía, tecnología... pero tenemos cerebros que también presentan deficiencias de diseño, guías emotivas, más racionalidad individual que colectiva, y tendencias al gregarismo ya la credulidad política, moral o religiosa. Somos racionales, digamos, sólo a tiempo parcial.

Hoy un gran reto recorre la humanidad: un cambio climático en buena parte provocado por las acciones humanas. ¿Este reto tiene solución? Si somos mínimamente críticos y nos fijamos en datos cuantitativos, la respuesta no es rápida ni clara (disponemos de buenos informes: IPCC del Grupo de Expertos de Naciones Unidas, 2022; AEMA 2023, 2021; OBERcat, 2023; La transición energética en Cataluña , 2022, Colegio de Ingenieros de Cataluña, 2022).

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Planteémoslo de otra manera. ¿Cómo se enfrenta la humanidad a ese reto global? Pues lo hace sin estructuras eficientes de gobernanza y con un mapa político estructurado en estados con intereses a menudo contradictorios (las conclusiones de las COP resultan decepcionantes).

Adicionalmente, algunas tendencias dificultan las respuestas. Citemos un par: la demografía global y el bienestar de las clases medias de los países en desarrollo.

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Demografía. Las previsiones apuntan a un aumento de la población mundial hasta los 10.500 o 11.000 millones (con un punto máximo en la década de 2060 o 2070). Dado que la población actual es de unos 8.000 millones, esto supone un aumento entre un 31% y un 37%. Se trata de un incremento notorio que supondrá una creciente demanda de energía, bienes, servicios y alimentación, lo que implicará un aumento significativo de productos que más contaminan (cemento, acero y productos nitrogenados/agricultura), la mayoría de los cuales necesitan energía de fuentes no muy electrificadas.

Bienestar y clases medias. Más allá de reducir la práctica de derroche de recursos, empezando por los hiperricos (1% de la población mundial), es necesario considerar las demandas de consumo y mayor bienestar de las clases medias de los países en desarrollo. Sólo las de China e India incluyen mayor población que toda la Unión Europea (450 millones). Y cabe añadir las del Sudeste Asiático, África y Latinoamérica.

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Sabemos que a pesar de los esfuerzos por sustituir las energías fósiles (carbón, petróleo y gas) por energías hidráulicas, solares y eólicas terrestres o marinas –aunque tampoco están exentas desombras ecológicas (neocolonialismo tecnológico, residuos, pérdidas de diversidad)–, los índices actuales de CO2 de la atmósfera siguen creciendo (las energías fósiles suponen todavía un 80% global). La energía nuclear de fisión es una ayuda para la descarbonización, pero resulta muy insuficiente para revertir las consecuencias de las dos tendencias señaladas.

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Por otra parte, los estados tienen incentivos para no implementar políticas de transición energética que vayan en perjuicio del bienestar de sus respectivas poblaciones, ya que están inmersos en un mundo de competencia global. Si tú reduces energía y consumo interno y los demás aumentan, probablemente quedarás marginado en los índices relativos de riqueza y bienestar. Es decir, nos situamos ante el dilema tipo ¿quién le pone el cascabel al gato? La Unión Europea intenta hacerlo parcialmente. Pero, a su vez, también incentiva el consumo de bienes y servicios de los ciudadanos (servicios, ocio, turismo, etc.), tanto desde las instituciones públicas como desde los actores privados. Una esquizofrenia que lleva a la pregunta "¿en qué quedamos?".

El cambio climático nos enfrenta a objetivos económicos, sociales, políticos y ecológicos contradictorios. Sabemos que no todo lo deseable resulta compatible. Es necesario jerarquizar objetivos (¿descarbonización?). De hecho, parece irresoluble el trilema de querer alcanzar al mismo tiempo objetivos: ecológicos de control del cambio climático, socioeconómicos de riqueza y bienestar, y de justicia (arquitravar libertades, igualdades, equidades y eficiencia). Los equilibrios pueden alcanzarse entre dos de estos tres polos, pero entre los tres parece improbable. El resultado es inestable en un contexto de competencia global entre estados que crea tensiones sociales y territoriales entre potenciales ganadores y perdedores.

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¿Qué nos queda como estrategia? Más y mejor gobernanza global a medio plazo, más acciones y políticas públicas macro y micro, más presión ciudadana en los gobiernos, y más y mejor investigación científica dirigida a soluciones técnicas a corto plazo. El papel de científicos e ingenieros es un elemento clave. Hay que encontrar soluciones factibles –la energía solar que llega a la tierra en una fracción de segundo cubre con creces la demanda de toda la humanidad–. Y es necesario aprender a acumular la energía producida.

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Necesitamos científicos y técnicos motivados ecológicamente. Y sobre todo liderazgos políticos potentes e informados que piensen y actúen a medio plazo en términos regionales y globales. Debemos procurar superar el estadio de seres racionalmente irracionales. No por solidaridad o altruismo, sino por egoísmo colectivo.