Un camino que no lleva a ninguna parte

Talking Heads nos regaló en 1985 un gran éxito, Road to nowhere [Un camino que no lleva a ninguna parte], con un vídeo tan bueno que fue nominado para los premios MTV de 1986. La primera estrofa de Road to nowhere nos ayuda a entender los hechos recientes en la retirada del escaño del exdiputado Juvillà: “Sabemos adónde vamos. / Pero no sabemos dónde hemos estado. / Y sabemos lo que ya sabemos. / Pero no podemos decir lo que hemos visto”.

Cierto, la retirada del escaño viene de la aplicación pertinaz del derecho penal del enemigo por la justicia española contra la disidencia catalana, sin que el ejecutivo y el legislativo españoles hayan hecho nada sustantivo al respecto. Dicho esto, también es cierto que nos podríamos haber ahorrado el espectáculo de impotencia y ausencia de dirección, por cuanto era evidente que la retirada del acta se acabaría efectuando, como se acabará efectuando cualquier instrucción de la justicia española (como la sentencia del 25% mínimo de castellano en las aulas). 

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Hay que coger perspectiva y respirar hondo. En las elecciones del 21 de diciembre de 2017 proliferaron mensajes verbalmente contundentes, pero ambivalentes en el fondo. Y, sobre todo, serían elecciones dominadas por la emergencia de la prisión y el exilio de los más destacados dirigentes del independentismo. Esta ha sido una hipoteca para el debate abierto (que solo recientemente se ha ido levantando), por cuanto ha limitado la posibilidad de decir lo que hemos visto. La no investidura de Puigdemont en 2018 fue el punto que marcó la trayectoria de los cuatro años posteriores, y que ahora culmina.

El entonces presidente del Parlament, Roger Torrent, decidió no dar vía a la investidura de Puigdemont, contra el pacto postelectoral entre JxCat y ERC. Ahora no importan los motivos, reales o retóricos. El hecho es que un incumplimiento de tal dimensión solo tenía dos reacciones consistentes: la renuncia de Torrent y la convocatoria de nuevas elecciones para que los catalanes dijéramos si aceptábamos o no que la justicia española decidiera quién podía ser candidato a la presidencia de la Generalitat. Era una decisión que correspondía a JxCat, y su decisión fue dar prioridad a tener un gobierno efectivo. Después de no pocos sustos, Torra fue investido en mayo de 2018.

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Las cartas ya estaban sobre la mesa. ERC había dejado clara su estrategia de no confrontación con las instituciones estatales –estrategia aplicada consistentemente desde entonces– y JxCat aprendió (si no lo había entendido antes, está claro) que no puede haber una estrategia efectiva de confrontación si la mitad del Govern no está dispuesta a seguirla.

Esto marcó el mandato Torra, y nos llevó a las elecciones de 2021. Con mucha más claridad propositiva que en 2017, ERC quedó delante entre los grupos pro independencia. En seguida, la CUP pactó una investidura basada en la no confrontación (sí, la CUP) con unas contraprestaciones programáticas que nadie se creyó. Esto puso a JxCat ante una nueva decisión crucial (aparte de investir Aragonès, cosa inexcusable): ¿entrar o no entrar en el Govern? 

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Todo tiene ventajas y desventajas. Entrar en el Govern, en posición subalterna, tiene la ventaja de poder impulsar el programa propio (evitar aumentos de impuestos –al menos hasta próximos recortes–, impulsar las Olimpiadas de Invierno...) y disponer de palancas gubernamentales para promover la formación en las municipales de 2023 (próximo campo de batalla). Pero tiene la desventaja que deja en mera retórica insustancial la vindicación de una estrategia diferente para la independencia. Tanto es así que Aragonès ha podido decir abiertamente hace un mes que queda toda la legislatura española para cerrar acuerdos en la mesa de diálogo (¿recuerdan aquello de los dos años?), sin que se haya oído ninguna expresión de sorpresa, empezando por los socios de gobierno. Porque ya lo habíamos entendido todos.

En este contexto, en el que un pacto de gobierno de Catalunya excluye la estrategia de confrontación institucional, e incluso minimiza la confrontación propiamente política, ¿cómo se podía pensar que habría confrontación (todavía más, desobediencia institucional) en cualquier otro ámbito de la Generalitat? Después del susto, ahora ya sabemos dónde hemos estado, y cada vez hay más vía para decir lo que hemos visto.

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El 2022 estará marcado por la preparación de las municipales de mayo de 2023, y las elecciones españolas subsiguientes. El gobierno central escenificará un distanciamiento del independentismo catalán de forma cada vez más clara, hasta la obscenidad. Saben que la dirección institucional del independentismo tiene bastante con evitar un gobierno PP-Vox, y se tragará lo que venga. Con esto, y los detalles de los 1.500 millones de fondos covid que faltan para el presupuesto de la Generalitat, irán pasando los días. ¿Después? Elecciones.

¿Más allá? La política es un proceso de tiempo y oportunidades. Se irán desvelando. Por lo tanto, corresponde invocar la segunda estrofa de Road to nowhere: “Y no somos niños pequeños. / Y sabemos lo que queremos. / Y el futuro es cierto. / Dadnos tiempo para averiguarlo”.