"Edificio destinado a servir de habitación humana". Así define casa el diccionario catalán. Ahora mismo, el problema que define la realidad de un país como la nuestra es la vivienda. Para un ser que nace y crece y vive un siglo como máximo, que tiene la precariedad como su condición, y por mucho que algunos se crean superhombres (e incluso estén gastando dinero en la fantasía de conseguir la inmortalidad), la casa es el lugar en el que todo el mundo tiene derecho a estar. La vida de una persona es un relato que necesita de marcos referenciales para construirse. Y en este sentido la casa es el lugar más evidente: un espacio propio, tejido por uno mismo con los que la comparte, construido a su imagen y semejanza. No es un paraíso, puede ser incluso un infierno. No hay dos personas iguales; en cualquier relación se produce una diferencia de potencial, y el abuso y explotación están al orden del día de la condición humana. Pero sin hogar no hay mundo propio. Ir de rincón en rincón es estar a la intemperie, expuesto a todo y sin poder hacerse un espacio. Por eso la casa es el lugar necesario desde el que desplegarse. Y, de hecho, es sobre esta idea que se construyen marcos ideológicos que dan sentido y dibujan una pertenencia como la patria: la casa de todos los que se reconocen en una nación.

La casa es un derecho fundamental. Y es obligación de los estados garantizar que todo el mundo la tenga. Por eso, ahora mismo la preocupación por la casa, fruto de la creciente marginación de una parte muy significativa de una sociedad cada vez más desigual, debería ser una prioridad política absoluta. Y, en cambio, los gobiernos y buena parte de los medios de comunicación agitan el fantasma de la inmigración para alimentar el miedo y el pánico de la ciudadanía y encontrar culpables de no tener casa. No puede ser que una parte importante de la población esté en precario, en riesgo de perder el hogar; no puede ser que los precios de la vivienda se disparen y los gobiernos no hagan nada para detenerlo; no puede ser que los grandes inversores en construcción impongan costes desmedidos y prioricen el alojamiento turístico a las necesidades de los ciudadanos. No puede ser que cada vez haya más gente durmiendo en la calle y las administraciones miren hacia otro lado. Y no puede ser que se haga de la inmigración la cabeza de turco, siguiendo el ideario de la extrema derecha. La ineficiencia de los gobiernos y la voracidad del dinero –los grandes inversores– son los responsables. De hecho, algunos hace ya tiempo que cantan el réquiem de la democracia.