El caso Pelicot y la banalidad del mal

Se ha escrito mucho, ya, del caso Pelicot, el de ese marido, padre y abuelo en apariencia amante de su familia que está siendo juzgado por haber dispuesto, durante diez años, del cuerpo de su mujer inconsciente para ofrecérselo a violadores desconocidos. Se ha calificado a Dominique Pelicot de "enigma", de "delincuente execrable", de "monstruo", de ejemplo paradigmático de la "masculinidad tóxica"... Él mismo ha admitido su culpabilidad, pese a encontrar razones que le parecen explicar sus actos y, en parte, pues, paliar su gravedad. Haciendo suya de manera estremecedora la célebre frase de Simone de Beauvoir, ha dicho que "no se nace perverso, sino que se llega a serlo". Como intenta demostrar su defensa y las de otros acusados en el mismo juicio, dice que sufrió maltrato y abusos durante su infancia, que lo que lo movía era una “adicción”, que no odiaba a su mujer sino que la “amaba mal” o que ella lo dejaba solo con cierta frecuencia para visitar a sus nietos en París, entre otras excusas más o menos elaboradas que iremos oyendo a medida que avance el juicio. Como se hace a menudo en estos casos (solo hay que ver el tratamiento que ciertos medios dan ahora mismo a un futbolista condenado por violación que necesita “olvidar” el trance de la cárcel y el juicio haciendo vacaciones de lujo con su mujer), los acusados se presentan como víctimas, sea de su propio entorno, de la prensa, de las redes sociales o del "sistema".

Lo que resulta claro –y doloroso– es que los más de cincuenta hombres acusados se asimilan a lo que en francés se llama monsieur tout-le-monde, es decir, nuestros vecinos, amigos, colegas, padres, maridos, hermanos, hijos... Esto no quiere decir, evidentemente, que todos los hombres sean capaces –o simplemente tengan ganas– de hacer lo que hicieron estos hombres en particular, pero sí que la gran mayoría se sitúa pasivamente en la “zona gris” del privilegio masculino y, por tanto, contribuye sin quererlo a perpetuar la situación injusta –y no menos dramática por secular– que sufren las mujeres y todas las víctimas de agresiones por razones de género o de sexualidad.

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Este consentimiento tácito y a menudo inconsciente al statu quo es lo que permite la naturalización de la "cultura de la violación". Esta expresión, a menudo denigrada, significa básicamente que la violación, agresión sexual o consumo de pornografía violenta no responde a razones “naturales”, fruto de una sexualidad masculina irrefrenable, de una infancia martirizada o de una mala socialización, sino que forma parte de un continuum, el del machismo cotidiano o banal.

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Hannah Arendt creó la expresión de la “banalidad del mal” para referirse a las personas que contribuyeron al genocidio nazi, no por convencimiento ideológico ni por un miedo insuperable a las represalias si se negaban, sino simplemente por una falta de reflexión sobre las consecuencias nefastas de sus acciones cotidianas, en una oficina o en una fábrica, por ejemplo. Tal y como explica muy bien la especialista en Arendt Fina Birulés, el mal puede cometerse en ausencia de intención maligna, cuando se acepta ser una pieza de un engranaje que resulta en un asesinato masivo, en el caso del nazismo. Extrapolando esta idea arendtiana, podríamos decir que Pelicot y el resto de acusados son “burócratas” de la violación, hombres “normales” que han cometido actos monstruosos sin intención de hacer el mal. Así, algunas de las defensas han acuñado el término escalofriante de “violación involuntaria”.

Aplicar la noción de la banalidad del mal al caso Pelicot tiene el riesgo de aumentar los malentendidos y polémicas que han rodeado siempre esta expresión, que en ningún caso representa banalizar la agresión o la violencia –y ya no digamos la shoá–, en el sentido de reducir su gravedad. Otro inconveniente de esa aproximación es que la banalidad del mal se aplica generalmente a crímenes políticos como el genocidio. Sin embargo, podríamos afirmar que el asunto Pelicot es político y no solo de orden privado, porque refleja una lacra transversal e incluso universal que no combatimos con suficiente éxito, puesto que se perpetúa a pesar de las leyes igualitarias y feministas que se han ido imponiendo en muchos países del mundo.

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Otro reproche que podría hacerse a esta interpretación es que parece hacer de una excepción la regla, y que no todos los hombres tienen una “masculinidad tóxica” ni son violadores en potencia, lo cual es cierto. Ahora bien, ¿qué pueden hacer estos "buenos" hombres para salir de la "zona gris" del privilegio, tal y como pedía el actor Vincent Lindon a las feministas hace unos meses? Quizás un comienzo lo encontraréis en el manifiesto firmado por doscientos hombres franceses que publicó el diario Libération el pasado sábado. Titulado Hoja de ruta contra la dominación masculina, da una serie de sugerencias modestas para dar aunque sea un pequeño paso en este camino. Ojalá no se quedara en papel mojado, porque esto tiene que cambiarse y es urgente.