Caso Pélicot: la violencia que genera violencia
El filósofo Jean-Paul Sartre reflexionó en profundidad sobre la condición humana y la naturaleza del mal. En la pieza de teatro Las moscas, escribe que lo más aburrido del mal es que uno se acostumbra. Pero el mal, el de verdad, cuando mira de cara nunca deja de horrorizar ni de sorprender. Desde la semana pasada, en el Palacio de Justicia de Aviñón se celebra el juicio contra el francés Dominique Pélicot, un jubilado que durante diez años drogó a su mujer, hasta dejarla inconsciente, para ofrecerla gratuitamente a hombres desconocidos para que la violaran. En el banquillo de los acusados se sientan filas de hombres identificados entre las 4.000 fotos y vídeos que el propio Pélicot grabó. La cifra congela la sangre, hay tantos como 50, y deberían ser muchos más, hasta 83.
Gisèle, la mujer traicionada por el marido y abusada sexualmente por extraños, ha rechazado la posibilidad de que el juicio se celebre a puerta cerrada. Con gran valentía ha optado por un proceso abierto para visibilizar y concienciar sobre el fenómeno de la sumisión química en las agresiones sexuales. Del dolor que la golpea ha sacado fuerza para entrar y salir del juzgado con la cabeza bien alta, mientras la mayoría de los acusados lo hacían con la cabeza gacha. Ella arrancó la vergüenza injusta de su rostro y la proyectó en el de los agresores. De la vida hecha cenizas ha sabido reavivar la llama que lucha para dar eco a las voces de tantas mujeres que son víctimas de la misma violencia patriarcal.
En el juicio, que se alargará más de tres meses, oiremos las voces de un grupo de hombres que, para defenderse de lo indefensable, banalizarán el mal que han cometido. Con excusas vacías y miméticas, intentarán minimizar el horror de los hechos. Tres cuartas partes de los acusados se niegan a reconocer las violaciones. Como explica Hélène Devynck en Le Monde, su argumentario es siempre el mismo: no entienden la gravedad de sus actos y están convencidos de que son buenas personas, incluso cuando las pruebas los incriminan de forma abrumadora. Algunos invocan el tópico del impulso incontrolable, otros la frustración sexual. Hay quien incluso se sorprende de haber actuado así. Y algunos se atreven con la perversa noción de la "violación involuntaria", como si fuera posible ejercer la violencia sin intención. Para Gisèle, pero también para todas las mujeres, estas justificaciones son de nuevo una forma de agresión. Las palabras también duelen, hieren por dentro, y contribuyen a seguir abonando el terreno de un sistema empapado de violencia machista.
El caso Mazan, como se lo ha bautizado, por el lugar donde ocurrieron los hechos, destila violencia por todos lados. Las redes sociales se han convertido en un campo de batalla paralelo al juicio y la indignación ciudadana ha desbordado los límites de la sala del tribunal. Por diferentes canales digitales, especialmente en X, circulan listas con información personal de los acusados: nombre, apellidos, profesión, dirección e incluso fotografías. En el barro de las redes sociales se teme que la rabia colectiva pueda derivar en atentados contra la integridad física de los acusados y sus familiares, y en altercados públicos animados fácilmente por la extrema derecha. Según los abogados de la defensa, han empezado ya a llegar los primeros insultos y amenazas dirigidos a las familias. La propia Gisèle, como principal afectada, ha pedido una mayor moderación en las redes sociales. Los familiares no pueden cargar con la culpa de su padre, hermano o hijo que está encausado, ni pueden ser el blanco de una ira mal canalizada. No es la furia popular quien debe decidir si estos hombres son culpables de violación, sino la justicia a través de sus leyes. La violencia no se combate con más violencia.
Sartre, en otra obra teatral, titulada A puerta cerrada –que es como los imputados quisieran que se celebrase el juicio–, formuló una de sus expresiones más célebres, “L’enfer, c’est les autres” [El infierno son los demás], refiriéndose a cómo la mirada de los demás nos puede juzgar y definir, a menudo de manera injusta, lo que nos genera sufrimiento, el infierno. Sin embargo, en el caso de los acusados del affaire Pélicot, esa mirada indignada y severa de los demás no distorsiona la realidad, sino que los enfrenta directamente con sus actos, y con el daño que han causado a una mujer que, con el cuerpo inerte por las drogas, no podía defenderse. Para toda esta manada de hombres alineados ante el tribunal, el infierno que proviene de los demás no es un castigo injusto, sino merecido.