Cataluña y la amnistía

Como es bien sabido, la Amnistía es una medida política excepcional. Se suele recurrir a ella cuando se produce un cambio en el régimen político o cuando parece conveniente, por razones políticas y de convivencia, olvidar ciertos hechos. En el caso actual lo que trata de olvidarse son las últimas secuelas de un Procés que afectó seriamente a la convivencia en Cataluña y a su relación con un Estado del que forma parte hace más de cinco siglos.

Aquel Procés, manifestación extrema de un nacionalismo efervescente e intolerante, fue alimentado por varios años de Diadas multitudinarias y por la incomparecencia política de Mariano Rajoy. Pero pesó lo suyo el anticatalanismo que ha ido intoxicando el subconsciente de una parte de la sociedad española y que tantos votos proporciona al Partido Popular en otras zonas de España.

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Yo llegué a entender por razones obvias las reticencias hacia Euskadi, sobre todo en los años de plomo de ETA, pero el menosprecio a Cataluña, que era nuestra vanguardia cultural, nuestra avanzadilla europea, nunca llegué a comprenderlo.

Quizá pese en mi ánimo el hecho de ser un gallego muy periférico, de que en Barcelona fundamos la Unión Militar Democrática (UMD) y de que en aquella ciudad tuvimos nuestros primeros contactos políticos para derribar la dictadura.

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Todavía recuerdo con nitidez nuestra primera entrevista con el flamante líder del PSOE, Felipe González (por entonces todavía Isidoro), un auténtico encantador de serpientes, recién elegido secretario general en Suresnes. Después de dibujar en tecnicolor la futura España socialista llamó nuestra atención sobre el riesgo que corríamos. "– A mí pueden detenerme, pero se limitarán a mantenerme unas horas en un calabozo por la presión de la socialdemocracia alemana. A vosotros si os detienen os cortan los cojones. Si algún día triunfa la democracia en este país habrá que haceros un monumento".

Traigo esto último a la memoria por la sorpresa que me han producido las últimas declaraciones de un Felipe González que últimamente ha ido abandonando el papel de jarrón chino. Que si la Amnistía no cabe en la Constitución, que si legaliza el Procés, y cosas por el estilo, siempre jaleadas por la derecha más casposa. No me sorprende en cambio que Alfonso Guerra, con el que tuve por aquellos años más de un rifirrafe, continúe haciendo gracietas de una rancia misoginia afortunadamente trasnochada.

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Pero volviendo a la Amnistía, he de decir que mi primer contacto con la misma fue un tanto traumático. Cuando todos esperábamos una Amnistía General (1977) nos enteramos de que, por presiones de la cúpula militar, se nos excluía de la misma a los nueve oficiales condenados por nuestra pertenencia a la Unión Militar Democrática (UMD). La jerarquía militar de aquellos años no puso objeciones a la amnistía de los miembros de ETA, incluso con delitos de sangre, pero no toleraba que nosotros, los militares demócratas, los traidores al franquismo, volviéramos a formar parte de la Fuerzas Armadas.

A muchos nos sorprende la variedad de posiciones, la mayoría sin apenas argumentos, que nos encontramos a diario en contra de la Amnistía. Me llamó especialmente la atención el hecho de que Núñez Feijóo, en vez de exponer su programa de gobierno para tratar de ganar apoyos para su investidura, convirtiera su oposición a la Amnistía en el eje de aquella campaña.

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La reciente posición de la Conferencia episcopal española en torno a la Amnistía, claramente antievangélica, es una muestra palpable de los cambios producidos en este colectivo durante los últimos 40 años ¡Qué diferencia con aquella Iglesia, cuya conferencia episcopal suscribió en los estertores del franquismo, con un solo voto en contra, una declaración en favor de la libertad de los presos políticos y de una amnistía general!

Doctores tiene el Tribunal Constitucional para dictaminar si la Amnistía que apruebe finalmente el Parlamento se ajusta o no a Derecho. Pero todo este ruido mediático sobre si cabe o no en la Constitución, si legaliza el Procés o cosas por el estilo no hace más que embarrar la política y, lo que es peor, envenenar nuestra relación con Cataluña, lo que afecta seriamente a nuestra unidad nacional.

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Independientemente de los juicios que nos merezcan el Procés y su líderes (personalmente nunca podré entender cómo un líder que se precie pueda eludir sus responsabilidades de forma tan poco airosa, y dejar en la estacada a sus compañeros de aventura), no parece una mala decisión aprobar una amnistía. Amnistía que debería ir acompañada de un meditado análisis sobre otras demandas catalanas.

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Soy de los que defienden por convicción personal y sentido de la historia (no sólo por ser militar) la unidad de España, y también de los que creen que la relación entre sus pueblos y nacionalidades debería ser más profunda y flexible, para hacerla más duradera. La rigidez sólo conduce a la ruptura. De hecho, fue la rigidez de Rajoy, unida a la cerrazón de Puigdemont, la que nos puso al borde de una ruptura traumática. Lo que ha venido después, indultos incluidos, ha permitido rebajar la tensión, por lo que parece razonable seguir por ese camino.

Cataluña necesita no sólo una Amnistía, sino mucha comprensión y un estatuto digno, no “cepillado”, como en expresión catalanofóbica manifestó en su día Alfonso Guerra. Ahí comenzaron los problemas. Este país, y sobre todo el Partido Popular, abanderado del anticatalanismo, deberían reflexionar más seriamente, es decir, con sentido de Estado, sobre el problema catalán.