El colapso del centro catalán
Las jornadas organizadas por el Círculo de Economía nos han dejado con una dialéctica muy decepcionante y vieja entre sociovergencia y tripartito de izquierdas. Los partidos del Proceso habían abierto un agujero inmenso para quien estuviera dispuesto a poner en el centro la reforma del modelo económico de Catalunya. Salvador Illa ha llegado al poder instalándose en este campo para correr. Pero, al igual que todo el mundo sabe que los buenos números macroeconómicos de España no tienen ninguna traducción en la vida real ni salen de reformas de fondo (Miquel Puig se ha cansado de recordar en estas páginas que la economía española y la catalana llevan 30 años sin incrementar la productividad, que crecemos a base de importar trabajadores low cost inflando una burbuja que tarde o temprano charlará el estado del bienestar), las propuestas del centroizquierda y el centroderecha para el post-Proceso irradian una falta de ambición estratosférica. Como todo lo que el centro radical pone sobre la mesa suena a seguir alargando la agonía de un modelo esencialmente fraudulento, se abre un nuevo agujero de credibilidad que las nuevas derechas aprovechan de forma perfectamente lógica.
El declive del centro político en todo el mundo es el resultado de la implosión de un modelo de globalización neoliberal que era insostenible desde el principio. A mí siempre me ha gustado una metáfora del sociólogo Wolfgang Streeck que lo llama comprar tiempo: "El capitalismo democrático ha aplazado su crisis interna desde los años setenta mediante el uso de la deuda pública, la política monetaria y las instituciones supranacionales para evitar afrontar profundas contradicciones estructurales". Estas contradicciones no son más que la sustitución de la economía productiva por diferentes formas de rendismo. Y aquí, siguiendo al economista Yanis Varoufakis, es importante entender que "renta" no sólo significa alquiler de suelo y viviendas: el dinero que sale de cualquier operación financiera especulativa, la subida de precios que permite una posición monopolística, la explotación de patrimonio común inmaterial como la marca Barcelona… todo esto son beneficios que salen de tener el control de realmente cuesta producir esta cosa, y no de la creación de productos genuinamente útiles para la gente y la nación. La historia de las últimas décadas es la de las élites occidentales exportando la economía productiva a Asia para poder transformar las economías locales en modelos basados en vivir de rentas, y mientras tanto intentar mantener la ilusión de bienestar con una combinación de dinero gratis para los bancos y austeridad para las clases medias que tarde o temprano siempre está.
Naturalmente, la única respuesta viable es dar marcha atrás y volver a la economía productiva, reindustrializarnos, apostar por el valor añadido y la investigación, reducir el margen de maniobra de sectores como el financiero, el turístico o el inmobiliario, devolver el poder de negociación a los trabajadores, y todo ese etcétera que nos sabemos de memoria. Pero cuando sintonicemos con las Jornadas del Círculo de Economía y escuchamos a los empresarios catalanes, Salvador Illa, Junts, Esquerra o Comuns, sólo nos llega una dialéctica cínica: a un lado, los defensores de la sociovergencia que piden desregulación son percibidos como los responsables de la desindustrialización del país que, simplemente, quieren; al otro, el tripartito sólo propone medidas redistributivas tímidas sin explicar nunca cómo reformaremos el modelo económico para que produzca toda esa riqueza que debería repartirse.
En cambio, en todo el mundo las nuevas derechas combaten la globalización neoliberal con una contundencia que sintoniza con la percepción de declive y engaño de la gente. Las soluciones que proponen estos partidos pueden ser equivocadas, a medias, cínicas o directamente demenciales. Pero, para la gran mayoría de votantes, la internacional populista es el único agente que dice que quiere cambiar el viejo modelo, mientras los centristas solo llaman a repetir las recetas que no han funcionado en el pasado. En cuatro días en el poder, Donald Trump había asustado más a las instituciones pro globalización ya los mercados que a toda la izquierda en cuarenta años.
Ni que decir tiene que en el trumpismo hay una trampa. Tradicionalmente, los proyectos proteccionistas habían ido acompañados de control estatal y regulación interna de los mercados para favorecer a los trabajadores nacionales. Pero los nuevos partidos de derechas se proponen reducir el neoliberalismo puertas hacia fuera para redoblarlo de puertas adentro, por lo que el poder que los trabajadores podrían ganar al no tener que competir con la mano de obra barata de la inmigración lo perderían con un sistema interno basado en austeridad, privatización, desregulación, flexibilización laboral; puro salir del fuego para caer en las brasas. Ahora bien, aunque podamos explicar y denunciar esta alternativa desde fuera, mientras los centristas continúen sin hacerse suya la crítica a la globalización neoliberal y no propongan una alternativa creíble, la derecha le bastará con explotar las contradicciones y seguiremos atrapados en una trayectoria espiral hacia abajo, obligados a elegir entre un modelo malo y uno malo.