Las complicidades del emérito

Ahora ya no le quedan y la memoria pública a menudo es corta, pero durante muchos años, el rey Juan Carlos contó con todas las complicidades posibles. Más que complicidades, adhesiones. Más que adhesiones, sumisiones. Juan Carlos era un jefe de estado que aprovechaba su cargo (obtenido de manos de Franco, como explica él mismo en su libro, sin rastro de vergüenza por este motivo) para hacer negocios en beneficio propio. Pero lo más relevante es que esto lo hacía con la aquiescencia o la vista gorda de todos: de los sucesivos gobiernos de izquierda y de derecha, de la justicia, de la Agencia Tributaria (a la que defraudaba sistemáticamente), de las patronales de empresarios, de la Iglesia (que nunca vio nada reprobable, con lo que les gusta a los obispos españoles pronunciarse en asuntos terrenales, en la escandalosa conducta del monarca), y, por supuesto, de los medios de comunicación, que mantenían, queriendo o sin querer, un férreo pacto de silencio en todo lo que tenía que ver con la Corona.

Los negocios de Juan Carlos eran ilícitos porque un jefe de estado no debe enriquecerse en el ejercicio de su cargo más allá de la remuneración que le corresponda, ni desviar dinero hacia fines en los que es parte interesada: es por eso que un presidente de la República Francesa, Nicolas Sarkozy, está en prisión. Por ejemplo. Sin embargo, cada vez que el rey de España cerraba acuerdos comerciales con dictaduras teocráticas comandadas por jeques y magnates del petróleo —acuerdos en los que actuaba como comisionista— salían en inquietante unanimidad políticos, periodistas y opinadores varios a celebrar que Juan Carlos era "el mejor embajador de España" (lo decían y lo repetían con estas palabras). Cuando en el 2010, dos años antes del escándalo del elefante, la revista Forbes calculó que Juan Carlos poseía una fortuna de 1.790 millones de euros, sin que oficialmente se le conocieran más ingresos que los que percibía como jefe del Estado, todo el mundo hizo el sordo. Eran públicos y notorios los regalos ostentosos (como el yate que le regalaron un grupo de empresarios mallorquines, bautizado precisamente con el nombre de Fortuna) y de sobra conocida la amistad del rey con intermediarios y testaferros. Pero nadie dijo nada. No es extraño: criticar o burlarse de la casa real podía traer problemas serios a quien se atreviera a hacerlo. Aún hoy, el rapero Pablo Hasél está en prisión, y Valtònyc regresó hace poco del exilio en Bruselas, donde se fue huyendo de otra condena a prisión, por el delito de injurias a la Corona. Por otra parte, el gobierno de España sigue todavía sin derogar la ley mordaza.

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Demasiadas connivencias, demasiada gente. Obviamente, Juan Carlos no actuaba solo: los poderes del Estado, empezando por la propia Corona y por una Constitución que blinda jurídicamente en varios artículos su figura, lo amparaban. Y muchos —no solo él— se beneficiaron de ello. La Corona no es lo único que legó Franco: la corrupción, entendida como el aceite que mantiene engrasada la maquinaria, también entraba en la herencia.