Cómo contrarrestar la amoralidad ultra
Una de las preocupaciones centrales de las fuerzas democráticas es cómo contrarrestar el discurso simplista y tramposo, pero extendido y aparentemente efectivo, que la extrema derecha propaga, sobre todo a través de las redes sociales y de lo que está sustituyendo la forma tradicional que teníamos de informarnos y de conformar nuestras opiniones. (El otro día, en un establecimiento del centro de Barcelona, la empleada, una mujer joven, se sorprendió al ver que llevaba un diario bajo el brazo, y exclamó, ingenuamente, en el suyo spanglish: "Pero señor Josep Maria, ¡qué old-fashioned, leyendo un periódico de papel!")
En Estados Unidos, donde la cuestión es particularmente candente, la izquierda está empezando a utilizar los debates en las redes y los podcasts, hasta ahora absolutamente dominados por la ultraderecha, para combatir sus argumentos, sin miedo a ser beligerantes. La conclusión a la que llegan estos sectores, leemos en el New York Times, es que el conflicto atrae la atención y que, en definitiva, "vivimos en una economía de la atención". Naturalmente, quienes preferimos un debate más sereno —y, sobre todo, más rico y argumentado— vemos un riesgo en esta opción, convencidos de que no se puede combatir al otro con las mismas armas y porque moralmente no podemos estar de acuerdo con una de las conclusiones, entre cínica y pesimista, a la que llega uno de los podcasters consultados por el diario. Que es lo que hace, en efecto, una parte sustantiva del electorado que apoya a Trump.
La crisis política que vivimos es, ante todo, una crisis moral, como lo fue, hace unos años, la gran recesión económica. Recuerdo que el economista Antón Costas me decía entonces que la crisis financiera del 2008 era fruto de una quiebra moral, en la que las instituciones básicas para un correcto funcionamiento de la economía habían sido puestas en cuestión mientras que el financiero pasaba a ser el nuevo héroe moral del capitalismo. Ahora, tal y como temía el propio Costas —que ha insistido recientemente en que "el crecimiento económico no mejora, por sí solo, la vida de los ciudadanos"—, vivimos las consecuencias políticas de aquella quiebra moral, con unos políticos —con Trump y Netanyahu al frente de una lista que quisiéramos más corta— que han perdido toda noción de decencia. Basta con recordar la afirmación del ahora presidente americano, hecha en la campaña del 2016, en el sentido de que si él mataba a alguien en plena Quinta Avenida no perdería ni uno solo de sus votantes. O su indulgencia con las "cosas que pasan", refiriéndose al asesinato y descuartizamiento de un periodista saudí.
Con todo, la izquierda necesita imperiosamente recuperar un lenguaje más explícito y directo. En septiembre, la vicepresidenta Kamala Harris publicó unas memorias, tituladas simplemente 107 days, sobre el breve período en que fue la candidata a la presidencia tras la renuncia tardía de Joe Biden. Un periodista irlandés, Fintan O'Toole, que es a la vez un crítico literario y un comentarista político muy fino, reseñaba el libro de Harris y decía que "contra la amoralidad desenfrenada de Trump, los demócratas ofrecían una compasión sentimental", recordando la intervención de la candidata en la convención demócrata cuando se va sufrimiento es desoladora". Sin embargo, como advierte el propio O'Toole, "ser el partido que siente todo el dolor del mundo no es una buena respuesta ante un presidente que invita a sus partidarios a compartir la alegría pura de poderle infligir".
Mientras tanto, la elección de Zohran Mamdani como alcalde de Nueva York ha reabierto el debate sobre qué necesitan, a los demócratas: si adoptar el discurso digamos "radical" del nuevo alcalde, o bien la moderación centrista de las gobernadoras electas de Virginia y Nueva Jersey. Un debate que corresponde a las izquierdas de todas partes y que ya ha tenido lugar en Gran Bretaña entre el izquierdista Corbyn y el desastre absoluto que está siendo Starmer. Pero más allá de este debate insoslayable, pienso que hay un trabajo igualmente urgente y que tiene mucho que ver con la responsabilidad de los medios de comunicación, y es que no deberíamos contribuir a inflar artificialmente el globo de la ultraderecha. Un fenómeno que tengo la convicción de que es más coyuntural de lo que pensamos. Porque llegará un día que el electorado que hoy está castigando alestablishment con un voto en la extrema derecha, sin que le importe su obscena amoralidad, acabará descubriendo por sí mismo que si votas a un idiota (Mazón, sin ir más lejos), pagarás las consecuencias.