1. Hoy, en Corrupland, el paraíso ibérico del enriquecimiento ilícito a expensas de lo público, el caso Koldo es el tema estrella. Y no me extraña, porque si hacer trampas a la ley es muy feo, aprovecharse de la peor crisis humanitaria, como fue el advenimiento del coronavirus, para asegurarse unas comisiones indecentes e improcedentes es para derribar al ministro responsable, y quién sabe si un gobierno irresponsable. La compra de mascarillas ha terminado, mira por dónde, desenmascarando una trama de comisiones ilegales que aún abrirá muchos telediarios. En julio del 2021, cuando Pedro Sánchez cesó a un hombre suyo como José Luis Ábalos, ya intuimos que se le apartaba por algún hecho que no olía bien. El político valenciano se levantó un día como ministro de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana, y como secretario de organización del PSOE, y se acostó sin ninguno de los cargos. Ahora, aunque Ábalos defiende su dignidad insistiendo en que él no está ni investigado ni procesado por ninguna causa, hemos entendido por qué, entonces, Pedro Sánchez tuvo tanta prisa por deshacerse de un pasado incómodo. El Partido Popular, dispuesto a hacer lo necesario para volver a la Moncloa, moja pan en el caso e irá a por todas para laminar el gobierno del PSOE. Pero en su manía olvida que en podrimeneros, en corrupción y quién sabe si también en el negocio sucio de las mascarillas ellos tienen un auténtico máster.

2. Estos días, en una plataforma de pago, puede verse una serie documental de tres capítulos sobre Francisco Nicolás Gómez Iglesias, el Pequeño Nicolás, que es el paradigma de la corrupción en España, disfrazada de picaresca antropológica. Me guardaré suficiente con hacer la crítica televisiva, que esto en el ARA lo hacemos como en ninguna parte, pero admito que pasé tres horas pegadísimo en la pantalla. Ver hasta qué punto un pencas de catorce años pasó, en un santiamén, de relaciones públicas de discoteca a ser tenido en cuenta en la sede central del PP e, incluso, a ser un escarrás de la casa real , te deja gavilán. Existen dos momentos altamente reveladores de la marca España. A la hora de elegir un sitio para hacer el bachillerato, Francisco Nicolás consigue que lo matriculen en el Centro de Alto Rendimiento Deportivo de Madrid. ¿Cómo dice él, qué deporte practicaba? Ninguno. “El sillonball”. Textual. ¿Cómo lo logró? “Hubo unas llamadas”. Así de fácil y hacia dentro, tomando la plaza a algún estudiante que quería convertirse en deportista de élite. Cuando llegó el momento de la selectividad, sabiendo que no la aprobaría, logró que el CNI le fabricara un DNI falso, con la cara del amigo que se presentó por él a realizar el examen. Diez años después, el Tribunal Supremo le condenó a un año y 9 meses de cárcel por suplantar la personalidad a la selectividad. Al agente que le fabricó el DNI, en cambio, le absolvieron. “Todo por la patria”.

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3. Hecha la ley, hecha la trampa. El refranero, como la justicia, siempre va por detrás de los eventos. La sabiduría popular, sin embargo, acaba sintetizando la realidad con una sentencia –corta, precisa, basada en la constancia de unos hechos que se repiten en el tiempo– que es un retrato fidedigno de la forma de actuar de las personas. De algunas personas. Las trampas no son un nuevo invento, la corrupción tampoco. Y no consuela saber que es un fenómeno global y transversal, castigado de diferente forma según en qué punto del mundo te haya tocado nacer. En España, en casi cincuenta años de democracia, podría escribirse una enciclopedia de la corrupción. Corrupland. De lo que ocurría antes, en la opacidad de la dictadura, podrían llamarse muchas menos cosas porque la manera de taparlo todo era descarada, absoluta, y formaba parte de un talante que impregnaba el mismo sistema.