"Corrupta o inútil"

Con estos dos adjetivos ha definido Sandro Rosell en sede parlamentaria a la juez Carmen Lamela, que lo tuvo dos años en prisión por lo que resultó ser un montaje destinado a escarmentar al independentismo en una figura tan popular en la sociedad catalana como es la del presidente del Barça. Rosell ya había sido avisado por el gobierno de Rajoy, directamente. Tras la celebración del Concert per la Llibertat en el Camp Nou, en el verano del 2013, le hicieron llegar el siguiente mensaje: "Habrá un antes y un después". Y así fue. La policía patriótica centraba y la justicia remataba.

Rosell compareció en el Congreso al día siguiente de que quedara en nada (nada, si no tenemos en cuenta los perjuicios de todo tipo para los investigados) la investigación del juez Joaquín Aguirre sobre la supuesta trama rusa del Procés. Al ordenar el archivo del caso, la Audiencia de Barcelona afirmó que los intentos del juez de continuar con la investigación eran un "fraude de ley".

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Pero, ¿y qué? En cualquier país medianamente democrático del mundo se investigarían actuaciones tan poco imparciales como las de Lamela y Aguirre. Y probablemente también serían castigadas. Aquí no. A Lamela la ascendieron a magistrada de la segunda sala del Tribunal Supremo e incluso este verano el CGPJ la propuso como candidata a presidenta del Tribunal Supremo y del CGPJ.

Quizás a los jueces, en su cultura corporativa, en su escala de valores y en la visión dominante de cómo debe ejercerse el poder judicial en España, les parezcan admisibles casos como estos, porque, al fin y al cabo, se trataba de salvar a España. Pero el daño que hacen a la confianza de los ciudadanos en la administración de la justicia es incalculable.