La crisis de ERC y el futuro del independentismo

Las cosas van mal, más de lo esperado. Van por el pedregal. La historia de ERC, ya desde su fundación en 1931, está llena de grupos, facciones y sectores enfrentados. Una vez restablecida la democracia, siguió siendo así en tiempos de Hortalà, Barrera, Colón, Rahola, Carod-Rovira y Puigcercós. Todo cambió con el encumbramiento del tándem Junqueras-Rovira, ahora peleados. Desde el 2011 hasta hace poco, ERC pareció otra, casi una balsa de aceite, como si los tiempos de la lucha fratricida hubieran sido superados de una forma severa y definitiva. No fue así. Una vez que el control desde arriba se aflojó con el anuncio de retirada de Rovira y el paso al lado –temporal– de Junqueras, lo que algunos consideran una tara genética republicana –la tendencia a la convulsión– se ha manifestado de nuevo con intensidad.

Hoy ERC se encuentra extraviada en una crisis de partido diabólica, cuyo detonante fueron los malos resultados, desastrosos, del último ciclo electoral. Los comicios en el Parlament del pasado 12 de mayo dieron paso a un estallido interno. Haber liderado, con Pere Aragonès de presidente, un gobierno monocolor no supuso una ventaja para los republicanos, que no pudieron o no supieron rentabilizar esa circunstancia propicia. Los resultados de las elecciones catalanas, además, situaron a ERC en el trance de tener que decidir si convertía a Salvador Illa en presidente de la Generalitat. Los republicanos estaban atrapados, dado que la alternativa, la repetición de elecciones, auguraba otra calamidad en las urnas. Por si fuera poco, estallaba el escándalo de los carteles del Alzheimer y los Maragall y se destapaba la existencia de un aparato de guerra sucia partidista conectado a la dirección, asunto turbio del que el ARA ha ido informando puntualmente.

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Los republicanos tienen una importante cita el próximo 30 de noviembre, en el congreso que deberá elegir una nueva dirección. De momento se han anunciado cuatro listas distintas, lo que en sí mismo es ya una muestra de la gravedad de la rotura interna. Ambas con, sobre el papel, más peso son la que encabeza Junqueras –que quiere recuperar el control del partido– y la lista oficialista impulsada por Rovira, quien, sin embargo, no será candidata en el congreso. Marta Rovira, quien fue quien llamó a la plena renovación de la cúpula, pensaba en una sola candidatura. Como mucho, pactada con Junqueras y los suyos. Una transición controlada. No será así. Desde entonces, además de la de Junqueras, han aparecido una candidatura en torno a la corriente crítica Colectiva Primero de Octubre y otra patrocinada por personalidades como el exconseller Alfred Bosch.

Los oficialistas, que se han bautizado como Nueva Izquierda Nacional, han sido hasta ahora incapaces de encontrar a sus candidatos a presidente y secretario general. El casting, por tanto, no ha dado ningún fruto. Siguen probándolo. Necesitan alguien que no haya estado en primera línea en los últimos años y que, además, pueda ganar en el congreso de noviembre. No es nada sencillo. Mientras, Junqueras sigue recorriendo Cataluña de norte a sur y de este a oeste recogiendo apoyos. Que los oficialistas no tengan todavía una cara visible le favorece enormemente, y él lo sabe. A los de Rovira, que defendieron la fecha del 30 de noviembre para el congreso, los días y semanas se les están haciendo muy largos, eternos.

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La situación no hace más que irse degradando, con cada vez más división, más filtraciones, más agro, más acusaciones cruzadas. Todo a los ojos de todos. Un espectáculo innoble que enoja y fastidia a los votantes y simpatizantes de ERC, ya los ciudadanos en general. Como es fácil de inferir, el problema de Esquerra trasciende ya la elección de un nuevo liderazgo y una nueva dirección. Lo que está amenazado es el propio partido, porque, a la vista de cómo están yendo las cosas, es probable que el congreso del 30 de noviembre no suponga el fin de la crisis. Que no cierre nada. Que, sin embargo, la tormenta persista, la división se revele incurable y el deterioro progresivo continúe.

Todo esto, claro está, tendría graves consecuencias en cuanto a la mayoría electoral perdida por el independentismo en los últimos comicios. Una ERC en horas bajas o muy bajas, una ERC jivarizada, haría imposible recuperar el dominio independentista, dado que no parece que Junts pueda crecer lo suficiente para compensar el decaimiento de los republicanos. Tampoco la CUP, inmersa a su vez en su propio proceso de reflexión interna, parece que pueda mejorar demasiado los resultados a corto y medio plazo. En este escenario, Junts debería evitar contribuir a la destrucción de ERC –algunos tienen la tentación–, porque sin ella recobrar el poder a la Generalitat por parte del independentismo resulta virtualmente imposible.

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