En defensa del aburrimiento

El amado y siempre generoso Jordi Basté, en esta sección –un clásico de la radio, que va mucho más allá de lo que parecería– que consiste en preguntar "a quién se le atragantará el chucho esta mañana" hacía saber a sus oyentes que se le atragantaría a los que fueran a la Castañada de mi casa. Se refería a el artículo que escribía ayer, en este diario, sobre mi deseo de aburrimiento castañero. El aburrimiento es, para mí, ahora una necesidad intelectual. Me divierte ir en busca del aburrimiento.

Somos tierra de contrastes. Cordura y arrebato, mar y montaña. Tenemos la fiesta más divertida del planeta y la más aburrida. La más divertida, por supuesto, es la del tió, que lo tiene todo: violencia gratuita, tortura a un tronco indefenso (se le exige a golpes de bastón que defeque, pero no arenques, por motivos sódicos) y, sobre todo, caca. La más aburrida, por supuesto, tampoco, es la de ayer. La Castañada. No hay música, no hay vestidos de gala, y la comida que toca encima es saludable. El chaleco de vino que bebemos para hacer pasar las castañas, y que es una maravilla mundial, tiene un nombre, que invita a los obvios a huir: rancio.

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Pero esa es la gracia de la Castañada. El aburrimiento absoluto. Hacerla charlar junto al fuego, o de una vela. Que no haya ninguna especial en la tele, no mucha luz artificial, todos los jóvenes lejos, buscando algún zombi con el que interactuar. La revolución consiste en poder aburrirse, desearlo. Aburrirse un poco, sin estímulos. Hay otra palabra, en muchas lenguas románicas, también la nuestra, que significa lo que hicimos ayer: recogernos.