Depende de ti

Como casi todas las mujeres de mi generación, he pasado la vida haciendo régimen. Es decir, para ser exactos, comenzando una dieta y dejándola, una y otra vez. Prácticamente no puedo recordar una larga etapa en mi vida que me haya alimentado sin sentirme culpable.

Hace unos años, con el auge del feminismo, empezó a instalarse la lucha contra los cuerpos normativos y la presión estética. Empezó a instalarse, digo, como idea, o quizás sería más preciso decir como eslogan. Porque en mi entorno –y digo entorno en sentido amplio– las mujeres, incluidas las abanderadas de este discurso, seguían esforzándose por conseguir la talla adecuada, primero una cuarenta, después una treinta y ocho, después una treinta y seis.

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Desde hace un tiempo he detectado que lo que se va imponiendo es una filosofía que promueve una alimentación sana. Nos han querido hacer creer que ahora ya no debemos pasar hambre y que el objetivo no es estar delgadas por estética, sino por salud. Ya no nos bombardean con la necesidad de tener un cuerpo esbelto, sino un cuerpo sano. Nos aseguran, se supone que con esta intención tan loable, que hay alimentos que son veneno, que debemos comer poco ya menudo o, justo a la inversa, que debemos hacer ayuno intermitente y estar muchas horas sin ingerir ningún alimento.

Ya me perdonará, pero yo me siento tanto o más presionada ahora que antes. Sea por estética o sea por salud, siento que se me exige estar delgada para que nadie me mire mal y por poder –y eso sí que es dramático– meterme en esas prendas de talla única (que es una talla para primas, mayoritariamente).

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Entre mis amigas y conocidas, las mujeres siguen vigilando de manera obsesiva qué, cuándo y cuánto comen son rayas rojas y pecados mortales. Ahora, eso sí, la frivolidad de lentejuelas se ha teñido del valor sensato y positivo de la salud.

Además, la invasión de las redes hace que estas instrucciones te lleguen de forma constante y muy insistente. La frustración por no poder vestirte como quisieras, o por no tener la fuerza de voluntad necesaria para el ayuno intermitente, o, lisa y llanamente, por tener unos kilos de más, se mantiene intacta, si no incrementada.

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Y todavía diría que se ha añadido un agravante: antes, si no conseguías ser delgada, simplemente quedabas apartada de los cánones de belleza; ahora, si no te alimentas "bien" eres una inconsciente que pone en peligro la salud. He llegado a constatar, y en más de una ocasión, una gran sorpresa ante el hecho, por otra parte bastante común, de que personas que se cuidan y siguen la doctrina imperante también enferman. ¿Cómo puede ser? ¡Si se cuida mucho! Y así, a la frustración se le suma el peso de la responsabilidad: no estás haciendo lo suficiente para protegerte de las enfermedades y de la muerte.

De ti depende, parece que digan, que estés delgada o sana. Esta línea de pensamiento sigue claramente la idea de que tanto me sulfura: ante algunas enfermedades graves, lo importante es cómo las afrontes, la fortaleza, la actitud positiva.

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Si estás gorda o enferma, es en gran parte culpa tuya. Si el planeta se muere, es tu culpa (porque viajas en avión o no reciclas). Si el catalán desaparece, es tu culpa. Esto es lo que nos decían las monjas cuando yo era pequeña: obedece, sé aplicada, depende de ti. Lo intento, de verdad, pero como aquella niña pequeña que fui, hay una vocecita interior, tozuda y rebelde que grita: ¡dejadme tranquila!