Nuestro derecho a criticar el pesebre

Que en Barcelona, ​​este año, no haya belén (pesebre creativo, claro) es una mala noticia. Tenemos pocas alegrías como catalanes, y una de ellas es celebrar las tradiciones que nos distinguen en el mundo.

Una de las tradiciones que nos hacen únicos en el mundo es la de hacer cagar el tió. No hace falta entretenerse en la maravilla, glosada en todo el mundo como costumbre bárbaro, que reproducimos cada 24 de diciembre por la noche. Estomacamos un tronco con cara, ojos y barretina para que caiga. Para incentivar su acto defecatorio, a medida que lo picamos con un bastón le cantamos canciones estimulantes y coercitivas, como: “No caigas arenques, que son demasiado salados, caga turrones que son mejores”. En esa estrofa ya se ve la tiranía del azúcar frente a la sal. Yo, al tió, siempre le pediría arenques, pero eso es otra historia.

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Otra tradición, esta más reciente, es quejarnos de los turrones “modernos” mientras nos los comemos. “¿Dónde hemos llegado? ¿A los turrones de gintónic? Madre mía, ¿dónde vas a parar?”, decimos, quejándolos con fruición. Y añadimos (siempre, siempre): “Si seguimos así acabaremos comiendo turrones de habada asturiana”.

Y hasta ahora, entre las tradiciones que nos unen, estaba la de criticar el pesebre (el no-pesebre) de la plaza de Sant Jaume. Lo esperábamos con tanta ilusión... Recuerdo que un año, ese año que el no-pesebre era una sucesión como de cajitas iluminadas, nos decepcionamos, porque con las luces hacía bonito y criticar era mucho más duro. Aun así, nos esforzamos y criticamos su concepto (“Si quieren modernizarlo, que hagan otra cosa, pero el pesebre es el pesebre”), criticamos su aspecto (“No se entiende nada” ”), criticamos su modernidad (“Mi niño hace esto en clase y lo suspenden”) y criticamos su precio (“Por ese dinero yo te termino la Sagrada Familia”).

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Ahora nos toman esto y tendremos que criticar a la estrella. Se está perdiendo todo.