Es mi derecho, y no voy a renunciar a ello
Pasada la pandemia, con las mascarillas, y la Navidad sin regalar besos, reclamo y exijo el regreso de los encostipados. Reclamo el derecho a estar enfermo, pero enfermo benigno. Reclamo el derecho a medio pensar, en la cama estando, que bien que estamos cuando tenemos la energía normal, para correr, subir escaleras, morirse de risa.
Reclamo el derecho a decir que estás no lo suficientemente mal pero no lo suficiente bueno, reclamo el derecho a tener a alguien que te pueda decir, al menos, que te hará un caldo, que debes descansar. Reclamo los consejos inútiles: “Abrígate, haz cama, cebolla, limón”. Reclamo una gripe de estómago, lo mejor detox antes o después de fiestas. Reclamo poder quedarse en casa y que no ocurra nada. Ninguna culpa, ningún sufrimiento por si no se creen. Despertar en los demás el deseo de ser encomendado, para poder hacer cama o hacer sofá, como el gato, como tú, ir tosiendo e irse mocando. Un día de enfermo, con arroz de enfermo, cajas de medicamentos en la mesita, al final aburrimiento, porque los ojos pesan demasiado para leer. Reclamo el derecho de los niños a quedarse en la cama, pero que, por favor, la cama sea la propia y haya un padre o una madre o una abuela o un abuelo haciendo vida cotidiana allí, en esa casa. Que puedan oír el rumor mortecino de la tele en el comedor, y el trasiego del día a día, tan ajeno desde el encostado. La vida que sigue sin ti. Saber que todo lo urgente esperará. Que alguien venga y te tape y pruebe la frente y diga que tienes febrícula. Sentir los anuncios de comida y pensar que vas a vomitar.
Reclamo una parcela de vida ideal. El derecho al encostado, así, como ese que yo tengo ahora. Sentirse no lo suficientemente enfermo para no disfrutar, ni lo suficientemente sano para ir a trabajar. Pijama, calcetines, crocos, el verbo acolchar. Reclamo desesperadamente el derecho al beso en la frente. Y no pido tanto.