Esta semana se ha estrenado en el Cine Rambla de Arte de Cambrils un film inédito del año 1929. Se trata de una cinta de veinte minutos de duración con las imágenes en movimiento más antiguas jamás vistas de la ciudad .

He visto un fragmento de Vacaciones en Cambrils y me ha agobiado la mezcla de emociones que me ha provocado: nostalgia, calma, tristeza, bienestar. Son imágenes de un paisaje borrado y de unas personas que se divierten y relajan de una forma que también se ha perdido. Juegan a cartas, se bañan en el mar o hacen un picnic en una playa casi desierta, bailan sardanas. Todo: los edificios, el tren, los vestidos, los movimientos, todo apunta a un ritmo pausado, sin las prisas y el ruido constantes con el que vivimos ahora.

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Y ahora viene lo más grande: estos veinte minutos de cinta se han podido rescatar porque una barcelonesa encontró el material, por casualidad, en un contenedor y, viendo de qué se trataba, tuvo el buen pensamiento de llevarlo en la Filmoteca de Cataluña. Doce bobinas de película de 9,5 mm tiradas en un contenedor.

Quisiera saber quién –quizás alguien de la familia que pasaba sus vacaciones en Cambrils, quizás no–, hizo este gesto descabellado e insensible. Si lo hizo por desconocimiento o por puro y simple desinterés.

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Ya hace tiempo que pienso si esta nuestra era digital nos permitirá conservar documentos más fácilmente y sin necesidad de ocupar espacio físico de almacenamiento o bien nos conducirá –también es la era consumista por excelencia– a perder, por incapacidad de entender su valor, las fotografías, imágenes y documentos que nunca han sido impresos.

¿Qué podrán saber nuestros bisnietos de la vida que hacíamos en la segunda década del siglo XXI? Me temo que sólo les llegue la información que, en lugar de vivir experiencias, nos limitábamos a grabarlo todo con el teléfono móvil para, finalmente, al cabo de los años, dejar perder todo el material en esta nube que todo lo guarda y donde, quién sabe, puede que no sea tan seguro que todo se conserve y se pueda localizar.

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En las imágenes de Cambrils salen, además de personas, edificios ya desaparecidos, como el Chalet Concepció o el Mas Mullerac. Otra señal inequívoca de la sociedad consumista que nos ciñe: es más difícil que se proteja el patrimonio arquitectónico que las grúas de la construcción ensucien el paisaje. Más aún: no se trata de derribar una casa vieja –¿quizás con algún toque modernista en la fachada?– para hacer una construcción singular y artística representativa de nuestra época. En la mayoría de casos, la sustitución se realiza con bloques de pisos impersonales que se alquilarán o venderán por precios astronómicos que la gente normal no podrá pagar. Y los pisos serán tan pequeños que nadie podrá guardar en un altillo ropa de cama de la abuela, o álbumes de fotografías en papel, o las copas pompadour del tatarabuelo o la caja con las cartas que nuestros padres se enviaron cuando estaban prometidos.