La destrucción

¿Nos quedaremos sin investidura? ¿Habrá repetición de elecciones? Es mucho más fácil destruir que construir. Es más fácil la irresponsabilidad y el ya se lo hará que la responsabilidad y el compromiso. Es más fácil ir a la contra que sumar. Es más fácil echar por el derecho individualmente que buscar acuerdos colectivamente. Es más fácil decir que el gobierno no sirve para nada que gobernar y asumir las contradicciones que comporta. Es más fácil la queja destructiva que la crítica constructiva. Es más fácil el reventismo que arremangarse cuando las cosas van mal dadas. Es más fácil polarizar que buscar consensos. Es más fácil extremarse que centrarse. Es más fácil instalarse en la dialéctica amigos-enemigos que tender puentes y dialogar.

La democracia es complicada porque su esencia es buscar acuerdos con quienes no piensan como tú. Degradar y tensar a una democracia es relativamente sencillo. Lo era en los años 20 del siglo XX –y ya sabemos lo que pasó– y lo es hoy, un siglo después. La democracia está en peligro, sitiada. Desde dentro –desafección, populismos, tendencias autoritarias, demagogia, mal gobierno– y desde fuera –Rusia, China–. La defensa y mejora de la democracia vuelve a ser imprescindible. Es tan importante como la lucha climática. En ambas jugamos el futuro de la Humanidad. Suena grandilocuente y dramático, pero es así.

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Las democracias maduras se construyen desde la base: desde una administración con servidores públicos comprometidos y eficientes; desde unos ayuntamientos que solucionen problemas del día a día, que tomen decisiones razonables y hagan posible la implicación de los ciudadanos; desde unos gobiernos que no actúen pensando en el corto plazo, que sean transparentes y útiles en los gastos y que hagan pedagogía de los impuestos; desde unos medios de comunicación que denuncien corrupciones e injusticias y promuevan un debate serio y constructivo; desde una educación universal y de calidad para crear futuros ciudadanos preparados y conscientes de sus derechos y deberes; desde una sanidad y una cultura de acceso equitativo; desde unos poderes económicos (empresas) y financieros (bancos) que acepten la regularización del mercado, la participación de los trabajadores en su gobernanza (sindicatos) y la colaboración con el bienestar público. La democracia es fruto de muchos pactos y equilibrios frágiles que piden mano izquierda e implicación de personas con ideas, talante, intereses y orígenes diversos. Ésta es su gracia virtuosa y su dificultad permanente.

Todo esto es lo que debería ser. Ya sabemos que estamos lejos. De hecho, sabemos que hemos retrocedido, que las democracias liberales están sufriendo una crisis estructural y de legitimidad profunda: tenemos jueces que hacen política, tenemos políticos que desmontan las instituciones desde dentro y envenenan la convivencia, tenemos ciudadanos que se sienten abandonados y pasan de todo. La dinámica destructiva se ha vuelto a adueñar del ágora pública y de las mentalidades. Flota en el ambiente algún tipo de gen ideológico destructivo. Lo vemos en el nivel degradado de los debates, en el griterío insultante de las redes sociales, en el pesimismo educativo, en la fractura creciente entre uno nosotros y uno los demás, en los miedos reales o exagerados...

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Explotando torpemente todas estas disfunciones, surgen como si nada personajes mesiánicos lamentables que gritan contra el poder, contra la política –así en genérico, sin decir qué política–. Lejos de aportar propuestas alternativas, buscan la confrontación con fines involucionistas demasiado confesables, con discursos de un supuesto orden atávico y de una identidad pura que llevan al caos y el choque autoritarios: de Trump a Milei, de Orbán a Meloni, de Ayuso a Orriols, de Abascal a Alvise. Toda esta suciedad incívica y pseudodemocrática flota en el espacio político y digital y nos ensucia día a día, subrepticiamente. Nos empuja a la destrucción. La destrucción no como metáfora, sino peligro real, tangible, concreto.

Ante todo esto, estaría bien ser serios y tener investidura y gobierno. Por no añadir más argumentos antipolíticos a la destrucción de la democracia.