El cartel de celebración del día de las mujeres de Castellvell del Camp nos muestra los retratos de ocho mujeres, recortes sobre fondo lila. Hay una joven, de piel oscura, con un peinado en la cabeza (un moño) que sugiere una melena afro. Una que parece una niña, con –diría que– un velo. Otra, también joven, con los ojos cerrados y sonriendo, de melena rubia. Otra con velo, que también tiene los ojos cerrados y sonríe. Una de melena morena, con flequillo. Una con jersey de cuello alto y pelo rizado, de ademán serio. Una con media melena, con ropa que parece oficina. Y una con burka. Ésta no sabemos si sonríe o no.
De las ocho mujeres, hay tres con el pelo tapado, dos de las cuales, con toda seguridad, por religión. La niña, sinceramente, podría ser que fuese disfrazada de caperucita roja, que todo podría ser. Ni ninguna vieja, ni ningún joven demasiado destapada, tatuada o con piercings. Claro que cada uno puede representar ese día, que se ve que es nuestro, como quiera. Pero, de ocho, hay al menos dos que no muestran parte del cuerpo por la (misma) religión. ¿Una monja o una mujer con mantilla nos habrían parecido bien? ¿Una judía con peluca? Se me hace muy difícil entender que una mujer que lleva en público la boca tapada sea la reivindicación del feminismo, porque tapar la boca de una mujer (en ninguna religión los hombres se la tapan, claro) es toda una declaración de intenciones. En público no podrá hablar, y ya no digo besar, comer o beber. Espantada por la visión, he visto algunas, es cierto, que en el restaurante son pescadas por el marido, y me hacen pensar (con escalofríos) en animales domésticos. Ya se puede hablar de motivos culturales y decirme que la belleza occidental también es una tiranía y que somos muchas y con muchas sensibilidades. Mi sensibilidad me impide reivindicar a mujeres con la boca tapada el 8 de marzo. Puestos a hacer, en el dibujo habrían podido poner al padre o al marido, que así sería más realista.
