Disolver al adversario

La última propuesta "constitucionalista" del PP consiste en una enmienda a la totalidad de la ley de amnistía, que será el papo contra el que los patriotas españolistas proyectarán, en los próximos meses, odios y entusiasmos. La enmienda se presenta como una medida disuasoria contra lo que el PP llama “deslealtad constitucional”, e incluye dos propuestas llamativas: la ilegalización tanto de los referendos de autodeterminación como de las declaraciones de independencia, y la disolución de los partidos y /u organizaciones que los promuevan. Varios juristas (progresistas, de acuerdo) alertan de que vuelve a tratarse de una propuesta involucionista, y que, en concreto, la idea de disolver partidos políticos entra en un terreno altamente fangoso y dudosamente democrático. En realidad, se trata de un clásico del arsenal retórico de la derecha: endurecimiento del Código Penal contra lo que no les gusta. En ese caso, por partida doble: por un lado, se trataría de recuperar (ampliado, y rebautizado como deslealtad constitucional) el delito de sedición. Y por otro, lo que se propone vuelve a ir en la línea de la Ley de Partidos de la época Aznar: leyes hechas a medida para dejar fuera de la ley al adversario al que se quiere impedir que pueda participar en el debate público. En ese momento se trataba de la izquierda abertzale, ahora del independentismo catalán.

De acuerdo, pues: nada nuevo bajo el sol del patriotismo constitucional, otro término importado de la derecha americana, y puesto en circulación dentro la española en tiempo de la aznaríada. La reacción de aquellos que pueden ser afectados suele ser relativizadora (y es lógico, porque, ante el disparate, la mente humana tiende a protegerse): lo de “bueno, ahora dicen esto porque están en la oposición, pero si un día gobierno, no se atreverán a llevarlo a la práctica”. Es un razonamiento que puede escuchar y leer a menudo, ante los desafíos reaccionarios que llegan de la derecha ultranacionalista española.

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La mala noticia es que, en caso de gobernar, por supuesto que se atreverían a hacerlo. No solo porque ya lo han hecho en el pasado (un pasado nada lejano, por otra parte), sino porque el contexto actual del PP es la relación ambivalente, de dependencia ya la vez de rivalidad, que mantiene con Vox. A día de hoy, el PP se ha situado en un punto en el que ya sólo puede contar con el partido de Santiago Abascal a la hora de formar alianzas (de gobierno y de cualquier tipo: si se le "descubre" que ha tenido conversaciones con Junts, que al fin y al cabo también es la derecha, el PP se ve obligado a negarlo oa rebajarlo a “un café”), pero a la vez tiene una competencia enconada con Vox por la hegemonía dentro del espacio político que comparten. Y esto acaba de decidir el PP a atravesar sin demasiadas contemplaciones las líneas rojas que ellos mismos decían que nunca pasarían: vean, si no lo creen, la segregación lingüística en la escuela pública, una práctica ya muy cercana al fascismo que acaba de adoptar, para el próximo curso, el gobierno del PP en Baleares. El hecho es grave y es mejor tomarlo como un aviso.