Hace unas semanas, los debates sobre la LOMLOE (la Ley Celaá) en el Congreso reavivaron el debate sobre las lenguas del Estado en la educación. A la polémica se suma ahora una decisión del TSJC que anula los proyectos educativos de dos escuelas públicas por no garantizar el papel vehicular del castellano.

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La nueva ley es parte de una larga serie de reformas que se han ido sucediendo desde la Transición postfranquista. La insistencia del PP y el PSOE en modificar el modelo cada vez que llegan al poder es un síntoma de la instrumentalización de la educación como terreno donde se articulan los desacuerdos ideológicos y políticos sobre los valores del conocimiento y la ciudadanía. Pero si las diferencias son notables, igualmente relevante es la persistencia de ciertos consensos.

Una vez más, se ha discutido la supuesta marginación que el castellano padecería en aquellas comunidades autónomas donde se otorga a la lengua propia de cada comunidad un papel vehicular. Contra toda evidencia, hay quienes se siguen escandalizando de que la enseñanza en otra lengua pueda interferir con el aprendizaje del castellano y reclaman la oficialidad exclusiva de una única lengua común.

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En mi opinión, el motivo de escándalo es la realidad opuesta: la ausencia de las otras lenguas españolas en el conjunto del sistema educativo a nivel estatal. El patrimonio lingüístico, cuyo cuidado forma parte de los preceptos constitucionales, es ignorado una y otra vez por las leyes educativas. Más que una imaginaria ignorancia del castellano, lo que debería preocupar es el desconocimiento de las otras lenguas españolas. Una ignorancia facilitada por unas leyes de educación incapaces de convertir en auténtica materia curricular la pluralidad lingüística del país.

Desde la configuración de España como nación moderna en las Cortes de Cádiz de 1812, la instrucción pública ha sido una preocupación central de todo proyecto de construcción nacional. Haciendo una lectura muy cuestionable de la realidad sociolingüística de la España de entonces, el Informe de la Junta de Instrucción Pública de 1813 identificaba el castellano como lengua “propia y nativa” de todos los españoles y postulaba su imposición como única lengua vehicular en todo el territorio de la monarquía española. La lengua castellana se erigía así en símbolo y fundamento de la unidad nacional.

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Dejando de lado las efímeras reformas introducidas durante la Segunda República, no es hasta la Ley General de Educación de 1970 que el sistema escolar contempla la posibilidad de incorporar las denominadas “lenguas nativas” en los centros educativos, pero como elementos folklóricos siempre subordinados a “la importancia trascendental del idioma castellano como lengua nacional”. La primera reforma educativa sustancial del postfranquismo se produce con la LOGSE en 1990, una de cuyas grandes novedades fue hacer obligatoria tanto la enseñanza de la lengua castellana como, en las Comunidades Autónomas con lengua propia, la de la lengua cooficial correspondiente. Sin duda un avance, pero su efecto se limitó a las Comunidades Autónomas con lengua propia; en el resto del Estado, a pesar de las alusiones al “patrimonio cultural común”, la lengua a enseñar era exclusivamente la castellana.

Desde entonces, las leyes educativas tanto del PSOE (LOE, 2006) como del PP (LOMCE, 2013) se han pretendido comprometidas con la pluralidad lingüística y cultural de España, pero la verdad es que su prioridad ha sido dar entrada lo más tempranamente posible a la enseñanza de lenguas extranjeras, pues la premisa de las propuestas relacionadas con el fomento de la enseñanza de idiomas a nivel estatal es que las lenguas que merecen estudiarse son las de otros países. Esto contrasta con la convicción, cada vez más arraigada en el hispanismo internacional, de que el estudio de la cultura de España no puede ignorar su pluralidad lingüística, y que una atención exclusiva a la producción en lengua castellana conduce a una visión parcial del objeto de estudio. A los estudiantes de la Universidad de Chicago (donde hay clases de catalán y vasco) les sorprende que sea más fácil estudiar las diversas lenguas de España en una universidad norteamericana que en una española.

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La nueva ley no altera el panorama, pues la política lingüística y educativa de la España democrática no ha renunciado al valor transcendental y la españolidad exclusiva de la lengua castellana. El reconocimiento de la legitimidad de las otras lenguas sigue siendo pura gesticulación: mientras se tolera que esas lenguas puedan ser enseñadas en sus respectivos territorios, se ponen obstáculos a su uso y visibilidad en el resto del país, y ni siquiera se les ha concedido un estatus similar al de las lenguas extranjeras como materia de interés educativo. El mensaje es claro: esas lenguas y culturas no son de interés común, sino local, y sobre este fundamento se sigue construyendo una agenda educativa que fomenta el desconocimiento de ese patrimonio. Quizás con otra educación nos habríamos ahorrado al menos la vergüenza de ver cómo, en el deplorable juicio a los líderes independentistas catalanes, los representantes de la fiscalía —personas de quienes cabría esperar un alto nivel de preparación— eran incapaces de pronunciar con un mínimo de dignidad los nombres y apellidos de los acusados.

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Si la instrucción pública del siglo XIX fracasó a la hora de inculcar un sentimiento que sirviera de soporte a la construcción de la unidad nacional, también ha fracasado el sistema educativo de la España democrática en la formación de una ciudadanía atenta a la diversidad cultural y lingüística del país. Son muchos los castellanoparlantes monolingües que se muestren indiferentes, cuando no hostiles, a la presencia en la esfera pública de las otras lenguas, e incluso a su supervivencia. Hacer invisible la diversidad lingüística promociona su ignorancia, una ignorancia que —como lamentara en su momento Antonio Machado— sustenta el desprecio de aquello que se niega a entender.

Mario Santana es profesor de literatura española en la Universidad de Chicago