ERC, Junts y el realismo democrático
Las elecciones del 23J demostraron que la derecha españolista, pese a sus maniobras trileras y su control de buena parte de los medios de comunicación estatales, representa menos de la mitad de un electorado complejo cuya coloración política y territorial constituye al mismo tiempo un problema y una esperanza. Quiero decir que, en el ínterin eterno hacia una república federal, es ese “problema” el que impide que, tal y como ocurre en otros países de Europa, la derecha más radicalizada se apodere de las riendas del Estado. Los resultados del 23J demuestran una vez más que nadie puede gobernar en Madrid sin negociar y pactar con los llamados “nacionalismos periféricos”, lo que es, sin duda, una buena noticia para la democracia. La erosión del bipartidismo y la fortaleza de los nacionalismos catalán y vasco hicieron de España, en otros momentos de su historia, un país siempre al borde del golpe de Estado y la guerra civil, pero hoy esa combinación –al menos mientras la existencia de la UE contenga las tentaciones del PP y de su prolapso ultraderechista– lo vuelven políticamente interesante y potencialmente más democrático.
Ahora bien, las últimas elecciones también han puesto de relieve las diferencias entre los nacionalismos vasco y catalán. Por un lado, la derrota de ETA hace diez años no ha debilitado a la izquierda abertzale, que, al contrario, ha mejorado sus resultados y amenaza por primera vez al PNV, quien, en todo caso, sigue siendo, social e institucionalmente, la columna vertebral de Euskadi. Por otro lado, Bildu y el PNV, que nunca han compartido un proyecto común y que se disputan el electorado por separado, a veces con acritud, convergen en una política –digamos– de “responsabilidad estatal” en su relación con el PSOE: Bildu asegura la gobernabilidad de España no menos que el PNV.
En Cataluña ocurre todo lo contrario: la derrota del procesismo (un movimiento originalmente ciudadano sin ninguna relación con la violencia) ha debilitado electoralmente a los partidos independentistas. El 23J la CUP no obtuvo ningún escaño y ERC y Junts fueron, respectivamente, la cuarta y quinta fuerza en votos, por detrás incluso del PP. Al mismo tiempo ERC y Junts, unidos bajo el ala del procesismo y por la persecución judicial, se disputan ferozmente un electorado cada vez más encogido. Lo hacen mediante una especie de potlatch de gestos y declaraciones vacíos, destinados a excitar las esperanzas de un independentismo sin futuro inmediato y cada vez más virado hacia el esencialismo: estrategia entrópica que dificulta las relaciones con el gobierno central. ERC y Junts, en efecto, están más pendientes de su propia batalla interna que del resultado de las negociaciones con el PSOE, negociaciones que los dos tratan de poner al servicio de sus intereses partidistas en el marco de esta pequeña guerra fratricida. Quieren negociar pero quieren destruir o dañar a su compañero adversario; y esa contradicción irresoluble, expresión de una grave irresponsabilidad política, es potencialmente destructiva para todos.
La paradoja, pues, es ésta: la investidura va a depender de dos fuerzas perdedoras, muy debilitadas, y encarnizadas la una contra la otra, que piden una amnistía razonable –y perfectamente legislable– mientras dirigen a sus respectivos hooligans discursos públicos engañosos, de consumo puramente interno, que alimentan la furia de la derecha españolista y obstaculizan, por eso mismo, la negociación. Ese es el caso, por ejemplo, de la reciente aprobación en el Parlament de la propuesta independentista de apoyar la investidura de Sánchez solo en el caso de que éste se comprometa a convocar un referendum de autodeterminación. ERC y Junts tienen en estos momentos más poder que fuerza electoral, pero en lugar de utilizarlo para alcanzar un objetivo común (que, además, ayudaría a democratizar el conjunto del Estado y a abrir el debate territorial), lo dilapidan invocando el espectro enfático de un procesismo muerto que sus dirigentes saben muerto y con el que saben que el PSOE, un partido en realidad españolista, no puede llegar a ningún acuerdo. Lo que ERC y Junts negocian seria y discretamente por un lado lo destruyen luego de manera pública e irresponsable por el otro. El poder les permite llegar más lejos que la fuerza, pero esa fuerza les impone un límite que sería suicida ignorar.
Más allá del duro y traumático recuerdo del 1-O, jornada de luto democrático, y de las injustas consecuencias judiciales, ERC y Junts son responsables, a mi juicio, de haber malversado un enorme capital popular y democrático mediante una huida hacia delante que solo ha servido para alimentar a todas las ultraderechas, las españolistas y las independentistas. Las negociaciones para la investidura de Sánchez obligan ahora a todas las partes, quieran o no, a un ejercicio de realismo esperanzador: les obligan a democratizarse a su pesar. El PSOE tendrá que conceder la amnistía, corrección democrática de un despropósito mayúsculo, sin ensoberbecerse en su ventaja relativa; Junts y ERC, por su parte, tendrán que asumir sus errores y dedicar la mitad de su tiempo a convencer a sus votantes de que, si alguna vez hubo otra vía, desde hace ya mucho tiempo no la hay. La investidura de Sánchez constituye una doble oportunidad. Para España, la de frenar el españolismo más fanático y naturalizar el debate territorial; para Catalunya, la de dejar atrás el procesismo de la manera menos traumática y sumarse a la lucha democrática contra las derechas españolistas más radicales de las últimas décadas.
Todos deberían aprender de los vascos. Sin renunciar a sus respectivos programas y objetivos, ni a sus diferencias abisales, tanto el PNV como Bildu han entendido muy bien el contexto, internacional y estatal, en que se mueven. Saben muy bien, además, que las verdaderas negociaciones empezarán después de la investidura de Sánchez. Son todas estas negociaciones, de antes y de después, las que hacen de la gobernabilidad en España una cosa muy compleja, muy interesante, muy esperanzadora y muy frágil al mismo tiempo.